Este es el primer cuento del libro (si acaso una novela corta), y también un cuento muy querido para mí. Creo que nos enfrenta con la esencia última del escribir. La cual, tal vez, sea la esencia última de todo: amar.
LA
POÉTICA DE LAS
SIRENAS
Para Daniel y su maravilloso arte.
Y para su primogénito, parte de ese arte.
GRABADO DE INÉS SAUBIDET |
“Las sirenas poseen un
arma aún
más letal que su canto:
su silencio…
Y aunque es improbable
que sucediera alguna vez,
es posible que alguien
haya logrado escapar de su canto;
pero de su silencio,
ciertamente, jamás.”
Franz
Kafka, “El silencio de las sirenas”
El
sonido de su voz era amaderado y profundo, como el de un fagot. Lo justo como
para ser aterciopelada, sin dejar por ello de ostentar una nota sutilmente
áspera. Hablaba suavemente y en forma pausada. Había intimidad en la manera de
pronunciar sus frases parsimoniosas, de estirar las oraciones, de estancar
densos silencios. Chasqueabas las “t” y silbaba levemente algunas “s”,
empastando otras; mientras que las “p” se ahogaban junto con unas
aristocráticas “r”. Particular interés despertaban sus “k” finales, siempre
detenidas en un abrupto estallido sordo.
Su
acento británico embelesaba, prendido en su lengua y sus dientes y sus labios,
logrando un efecto hipnótico y relajante capaz de despertar en su interlocutor
una mezcla de confianza natural y sensualidad lúbrica.
La
luz se derramaba generosa y tangible, a través de los cristales repartidos que
ostentaba la ventana ubicada a su espalda. El biselado jugaba con la claridad
del amanecer y los tonos verdes que las hojas filtraban, dividiéndola
caprichosamente con pequeños acentos de tornasol. El polvo en suspensión nadaba
plácido en las corrientes de luz que descendían desde el alto respaldo del deslucido
sillón de tela borgoña, hasta una alfombra cansada ya de sus ocres y celestes.
Eleazar
Rickman. De unos imprecisos cincuenta años de edad. Alto. Delgado. Con su pelo
fino veteado de gris y bronce, y sus ojos color tabaco. Vestido con su eterno
cardigan de tonalidad pistacho y su porte de sangre azul. Un seductor
involuntario, completamente ignorante de esta influencia suya ejercida
indiscriminadamente tanto sobre mujeres como sobre hombres.
Eleazar
Rickman. Poeta genético. Rodeado siempre de sus creaciones unánimemente
hermosas y melancólicas —incluso aquellas que podrían, objetivamente,
considerarse “feas”.
Ése
Eleazar
Rickman, estaba dando una clase de poesía nucleica para un selecto grupo de
alumnos que, sentados en la alfombra, no sabían si escucharlo, enfocar su
mirada en las excelsas criaturas que se paseaban por la biblioteca, o adorarlo
como a un dios.
—En
la seguridad de las transgresiones establecidas se camina sereno, ¿qué más se
puede hacer? Pero en... aquellas sendas que no lo son, cuando el empalme es... inadecuado...
allí se abre la veta que la tímida y caprichosa Uracilo nos tiene reservada más
allá de sus puentes de hidrógeno...
Una
figura blanca, longilínea y etérea, estaba sentándose a un costado de su
creador. De cerca, la piel era de la misma sustancia que las perlas, pero casi
tan sutil como una gasa. Varias capas de esta piel se superponían, manteniendo
entre ellas verdaderos mapas de venas azules, verdes y violáceas. El efecto era
fascinante y algo tétrico. Las capas se deslizaban, como flotando, a medida que
el ser respiraba a través de pequeñas agallas disimuladas aquí y allá. Sus ojos
—dotados de pupilas de diferentes tonos de blanco, e iris de polvo metalizado
en constante movimiento—, rodeaban su cabeza como una diadema. Dieciséis en
total. Uno al lado del otro.
Cada
respiración era como un susurro, y el ser susurraba por sus mil agallas. Y cada
susurro era como la levitación de un velo nacarado entretejido de azules, violáceos
y verdes.
No
había boca visible, sólo una filigrana de arabescos semovientes de color azul
eléctrico. Y las filigranas mutaban en patrones tan hipnóticos como la voz de
su hacedor. Porque, Eleazar Rickman no vertía su poesía en palabras, sino que les
daba vida, las convertía en seres de carne y hueso.
El
poeta bajó su mano y acarició la cabeza de su obra maestra: “Serenity walks
in beauty, like the landscapes of syrup and salt”. Bajo su roce, las
escamas de la coronilla se desplegaron en millones de blancas cintas que se
enredaron en sus dedos, perfumando a mar y pachulí la biblioteca.
Lo
agrio y salado, unido a lo amaderado y alcanforado, hicieron llorar de emoción
a más de un estudiante.
La
criatura dejó que su dedo se estirara varios centímetros y recogió una de
aquellas lágrimas. Al contacto, un aroma de miel, limón y benjuí (avainillado y
lácteo), emanó de su uña de plata. Recogió el dedo, que ahora olía a resina de
pino y cassis, y apoyó su cabeza contra la pierna del maestro Rickman.
—Serenidad
es capaz de leer nuestros aromas y enamorarse. ¡Cuidado!, no querrán romper su
frágil corazón —esbozó una sonrisa triste mientras recomenzaba las caricias, y
agregó—. Lo último que captaron es mi olor, mi “esencia” según él. Por algún
efecto secundario no planificado de su empalme genético, parece amarme con
desesperación... pero eso no obsta para que pueda amar a otros. Por eso lo doté
de uñas de titanio y una notable fuerza: para proteger su fragilidad. Así que,
repito... cuidado.
La
advertencia murió en un susurro.
El
maestro abrió un libro de cubierta de tela verde con grabados en oro, una
exquisita edición Moxon de 1870 con dibujos de Madox Brown, y prosiguió su
lección: “Byron desoxirribonucleico”.
Como
si hubiese sido llamado, un ser hecho de pura sombra comenzó a rondar al
pequeño grupo. Era una oscuridad tan profunda y opaca que parecía tragarse la
luz. No tenía una forma definida, pero era definitivamente femenina. Y sus ojos
brillaban en negro sobre negro.
Rickman
señaló la figura como al descuido y dijo:
—No
es una traducción, no puede serlo nunca... las traducciones son recreaciones,
sí, pero aún están... o pretenden estarlo... demasiado apegadas a la
esencia primaria del texto... Tampoco es una... materialización simple y
literal del poema... o, como se imaginan, el mundo se acabaría...
Un
murmullo entre los alumnos confirmó que éstos habían comprendido que la criatura-poema
en cuestión era “Darkness of the Universe”, otra de sus creaciones
basadas en Byron. Mucho se había comentado, cuando trascendió la noticia de
este trabajo suyo, acerca de si el maestro la dotaría de algún virus mortal
para mantenerse fiel al espíritu de la obra. Por supuesto que el maestro había
descartado tan descabellada idea; pero no porque fuese algo desatinado o
éticamente reprobable, sino porque la literalización le parecían un crimen
artístico.
—Muy
por el contrario—prosiguió—, Oscuridad es una reinterpretación... una
reinvención de la reinvención textual que yo efectué respecto de la visión de
Byron... Verán... es imposible ver lo que otro contempla tal como él lo
ve. Nunca sabremos qué es lo que saboreaba Byron realmente en su poesía, sólo
podemos ver a Byron tal cual somos, jamás tal cual fue...
Oscuridad es Byron según Rickman...
En
ese momento, la criatura extendió unas alas inmensas, desmesuradamente largas,
repletas de plumas tan negras que parecían fagocitar toda la luz del recinto.
Entonces, miles de diminutas partículas refulgieron como estrellas entre sus
barbas, durante apenas unos breves segundos, para luego apagarse lentamente. El
efecto era tan sobrecogedor que acentuaba la oscuridad final.
—E,
incluso —completó el maestro—, Oscuridad es Byron, según Rickman, según... —en
ese momento instó, con un gesto de su mano, a que una de las estudiantes diese
su nombre.
—A... Ada... —tartamudeó
sorprendida la joven—. Ada Blenders, maestro.
Eleazar
enarcó una ceja y reprimió una sonrisa:
—Según
Blenders, entonces —Oscuridad plegó sus alas hasta convertirlas en una especie
de capa, idéntica a la de una de las pesadillescas novias de los cuadros de
Ernst, y se acercó a la jovencita. Sobre su cuerpo femenino, azabache y
desnudo, su rostro de búho era inescrutable. Se arrancó una de sus plumas y se
la tendió a la estudiante. En el momento en que la titubeante chica asió el
cálamo, la pluma transformó su color negro opaco en un bermellón vibrante
plagado de tonalidades naranjas y fucsias—. ¿Comprende usted?
La
chica pasó la pluma a otra persona para que la admirase, pero se deshizo en una
miríada de pequeñas barbillas sueltas y grises como la ceniza.
—¡Ah,
pero recuerden! —agregó casi jocoso Rickman— Es su punto de vista, el de
nadie más... Y usted, mi querida niña —dijo dirigiendo su mirada a la
jovencita—, parece haber sido creada para la poesía genética: ¿Ada? y
¿Blenders?... El nombre de la hija de Byron, el apellido de un “mezclador”,
un empalmador...
La
muchacha sonrió, sonrojada, y luego respondió en voz apenas audible:
—Soy
la hij... la obra de Sir Vázquez, maestro.
La faz del poeta se enterneció de pronto:
—Lo
sé, querida niña, lo sé. No todos los días el poema viviente de un amigo viene
a tomar clases conmigo. Te vi nacer hace... ¿cuánto? ¿Veinticinco años, ya?...
¡Sí, veinticinco años! La obra maestra de Sir Károly Vázquez, claro que sí
—luego giró su rostro hacia su blanca y vaporosa creación arrodillada junto a
su pierna—. ¡Ella podría ser tu hermana, Serenidad!
La
criatura se levantó de pronto y se sentó junto a la chica, asiendo su brazo.
Todo a su alrededor olió, de pronto, a una delicada mezcla de pimpollos de
rosa, ruibarbo y pan de jengibre.
* * *
Cuando
la lección terminó, los estudiantes se fueron levantando casi a pesar suyo.
Nadie quería irse sin expresar algo, pero la mayoría temía decir una estupidez
frente al genial hombre. Claro que siempre estaban los suficientemente
engreídos como para suponer que tenían algo brillante que decir (usualmente una
obviedad o una trivialidad), o aquellos que habían ensayado su declaración de
admiración y ahora la recitaban titubeantes. Y también había quienes se alejaban
despacio, como esperando que el sabio los reconociese y los elevase de su
anonimato, convalidando su existencia como escritores.
Pero
Rickman, usualmente divertido con todos esos clichés de la socialización
académica, hoy no tenía tiempo para las inseguridades propias de los
estudiantes. Alcanzó a Ada antes de que ésta se escabullera, tímida, por la
puerta de la biblioteca, y la invitó a tomar el té.
—Una
suerte de brunch, me temo —aclaró el poeta. Y la palabra "brunch"
sonó en su boca como si un imperturbable diamante hubiese implotado en algo
acogedor y cálido.
Mientras
las creaciones del poeta salían a pasear por unos jardines de calculada
negligencia, o se arrastraban por las habitaciones de la casona, Eleazar
Rickman condujo a la joven-poema hacia un salón desde el que se podían divisar
unos árboles eternamente primaverales —gracias al arte de su dueño—, y junto a
una mesita que exhibía austeros pero delicados manjares.
—¿Gustas,
Ada? —dijo tendiéndole un plato de porcelana con pequeños tompouce y baklava.
La
muchacha asintió, y tomó un diminuto rectángulo de color rosado.
El
poeta sirvió el té en silencio. Sobre el rumor de las hojas de los árboles, se
oía el respirar ansioso de Ada y el tintineo de la porcelana.
Rickman
tomó un trozo de fruta confitada y sorbió un poco de su té con leche, mientras
miraba a la muchacha:
—¿Por
qué no “Ada Vázquez”? —la voz del hombre apenas si quebró el silencio en un
ronroneo, pero la joven se sobresaltó de todas formas.
Él
conocía perfectamente la respuesta, pero quería saber qué explicación le había
dado su amigo a la chica.
Hubo
un sonrojo inicial y una palidez subsecuente, algo que acongojó el corazón del
poeta y lo hizo arrepentirse de su curiosidad.
—No
por mi causa, maestro —Ada hablaba sin levantar la vista del ambarino líquido
que llenaba su propia taza—. Pero tampoco es culpa de mi... supongo que ante
usted podría decir “padre”, porque así lo siente mi corazón —con un gesto
delicado se encogió apenas de hombros—. Creo que él no puede verme como a una
hija porque sencillamente no soy humana. Y no lo culpo; es más, lo comprendo.
Un
“Oh” ahogado, surgió del fondo del pecho del poeta.
—Pues
eso es una injusticia, señorita Vázquez.
La
muchacha sonrió con gusto, con auténtica felicidad ante la caballerosidad de
Eleazar.
—Mi
creador me dijo que usted era un hombre muy bondadoso y leal con los amigos.
Una
suave risa de bajo pareció retemblar las maderas de la habitación:
—Y
por eso tengo pocos. Tu creador,
querida niña, no sólo es mi amigo, sino que fue mi... mentor. Le debo
mucho —por un momento, sus ojos se perdieron en algún recuerdo lejano. Luego,
súbitamente, se enfocaron en el presente que sonreía frente a él—. Y ahora
supongo que al fin tendré la dicha de poder pagar una ínfima parte de mi deuda
de gratitud para con él... en su creación...
Claro está, si es que aceptas ser mi pupila...
Ada
tosió ante la noticia. Estaba preparada para que el maestro Rickman le
preguntase por su hacedor, o por su propia poesía; pero como una cortesía hacia
un amigo. Jamás hubiese soñado con algo así.
—Pero
yo, maestro, yo no soy una persona. Yo tan sólo sería...
—…poesía,
haciendo poesía. —completó el caballero.
Terminaron
el té en silencio. Había también platos salados, pero no los tocaron.
Rickman
no podía quitar sus ojos de la joven de cabellos achocolatados y piel blanca,
que se estiraba inconscientemente las mangas de su polera roja sobre las manos,
hasta cubrírselas.
Ella
admiraba el parque mientras trataba de evitar —con variable éxito— posar su
mirada directamente sobre el célebre autor.
Había
algo en la atmósfera que rodeaba al hombre que la hacía sentirse a gusto,
protegida, tranquila. Era como estar frente a un hogar, o junto a una fuente de
agua. Únicamente podía sentirlo, no había palabras para ello. El silencio era
tan agradable junto a él.
La
voz de terciopelo la despertó mansamente de su ensueño:
—¿Querrías
ver el parque, Ada?
* * *
Que el aire de la primavera olía a gloria, eso pensó Eleazar
Rickman; a árboles reverdecidos y césped recién cortado. Que aquello
era una delicia, un rebosamiento de la vida vegetal, la más prístina y genuina;
y que la muchacha encajaba en ese sitio a la perfección.
El
poeta aspiró profundamente ese aire de paraíso terrenal. La frescura del viento
traía y llevaba los aromas del jardín, y el sol apenas si lograba entibiarlo.
Se
quedó observando a Ada con detenimiento, mientras ella paseaba admirando los
pimpollos que aún no habían abierto. Verla no consistía únicamente en la
contemplación de un delicado poema orgánico, sino en el deleitarse en una
hermosísima mujer.
Vázquez
había insistido en que fuese plenamente humana, en que sus elementos
simbólico-poéticos no radicaran en su cuerpo sino en su psique. Bueno, en
realidad Károly había dicho: “en su alma”. Ahora Rickman estaba agradecido de
que la voluntad de su amigo se hubiese impuesto a la suya. Muy agradecido.
Ada
era de estatura mediana, delgada, de cabellos lacios y largos tan marrones que
parecían negros, salvo cuando el sol los iluminaba directamente. Su piel era
blanca pero rozagante. Tenía, bajo unas espesas cejas, los ojos del color verde
hierba más impactantes que el maestro recordara. Siempre parecía estar a medio
camino entre el recato y la felicidad pura. Su sonrisa era fácil pero
auténtica, formada con unos labios no muy carnosos pero perfectamente
dibujados, oferentes. Su rostro era un óvalo delicado, de nariz corta y recta.
Y su cuerpo…
—¿Cuál
es ésta?
La
voz de la muchacha interrumpió sus cavilaciones.
Eleazar
se le acercó, caminando con las manos a la espalda, y respondió en forma
demorada con su voz cautivante de fagot:
—Eh…
creo que son… peonias —dijo formando
exageradamente cada sílaba con la precisión de un coreuta—… Sí, peonias.
Ella
sonrió como una niña:
—¡Son
hermosas!
Él extendió su mano y rozó apenas el cabello de Ada. Ella ni siquiera lo
notó.
El poeta se reprendió a sí mismo por tamaña tontería, y retrocedió
varios pasos en dirección a los pinos y los tilos en flor. Sus fuertes y
maravillosos aromas lograrían centrarlo, pensó.
Ella trotó a su lado, lo sobrepasó, y se sentó en el suelo, bajo un
tilo.
—Gracias —exclamó la muchacha con el rostro iluminado por la alegría—,
esto es tan hermoso… Lo sé, no dejo
de decir esa palabra. ¡Pero es que lo es! Es como otro mundo, un refugio, un
universo diferente lleno de vida.
Eleazar, de pie, se recostó contra el tronco de un pino. A su sombra
hacía frío y él se envolvió los brazos. No podía dejar de mirar a Ada.
Era tan sencillo sentirse atraído por ella, por su juventud, por su
vitalidad, por su belleza. Y para él era tan simple el desearla; porque no sólo
era una mujer, ¡era, literalmente, un poema! ¿Y qué otro destino más sublime
podía existir para un poeta que el de dejarse enamorar por la poesía hecha
carne?
—¿Por qué has venido a mí, Ada?
La pregunta era simple pero escondía tantos niveles en su mente, tantos
significados. Era el interrogante directo por un motivo, pero era también la
desconcertante inquietud ante el destino, ante la irrupción de la joven en su
vida. Incluso era el cuestionamiento existencial del propio ser de esa
mujer-poema.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, tal vez intentando leer esas
capas o tratando de captar la intención del poeta: ¿aquello era un reproche o
simple curiosidad?
—Maestro —la voz de la joven era cristalina, hecha de sol y de verde—,
¿podría contarle un sueño?
Rickman
asintió, intrigado, y se deslizó dificultosamente por el tronco del pino hasta
sentarse él también en el suelo. Las articulaciones le crujieron más fuerte de
lo que hubiese deseado, y emitió un leve quejido cuando su cintura tomó la
forma del hueco entre el tronco y el suelo cubierto de agujas de pino.
Ella
era joven, pero él ya no, pensó. Sin embargo la muchacha no parecía notarlo y
eso le daba la ilusión de compartir su vitalidad en el cuerpo, tanto como lo
hacía en el espíritu.
—Sucede
cada noche desde hace casi cinco años, pero recién hace poco tiempo se lo conté
a mi padr… a mi creador —se corrigió a sí misma.
Eleazar
sabía perfectamente el verdadero origen de aquel titubeo. Uno que la propia
chica desconocía.
Vázquez
jamás había querido que ella se considerase su hija, no por crueldad, sino por
una única y poderosa razón: estaba enamorado de su poema viviente, tanto como
Pigmalión de su estatua.
Que
supiera, y según las cartas de su amigo, Ada nunca se había enterado de esos
sentimientos, ni debería hacerlo jamás.
Había
algo trágico en todo aquello, algo de lo que él mismo era testigo. Aunque la
chica había nacido así, plenamente formada y adulta, ella inmediatamente había
visto a Károly como un padre. Y cuando Vázquez lo notó, transido por el dolor,
decidió evitar cualquier tipo de demostración de cariño hacia, o de parte, de
ella.
Por
eso Ada ni siquiera llevaba su apellido.
Eleazar
no podía imaginarse viviendo veinticinco años junto a alguien tan deseado y
tratarlo con una cortés indiferencia. Aquello debió haber sido una agonía para
su amigo.
Y
también una desconcertante zozobra para la pobre muchacha.
—…
entonces levanto la mano y sostengo la esfera de metal pulido frente a mi
rostro —la chica estaba hablando y Rickman intentó concentrarse nuevamente en
lo que decía—. Y lo que veo allí, maestro, es algo muy extraño. No siempre es
lo mismo. Sé que debería ver mi rostro y el sitio que me rodea, conozco la obra
de Escher, pero nunca es eso lo que veo…
De
pronto Ada se detuvo. Tenía el rostro inclinado hacia la derecha, y miraba los
manchones de luz que el sol tejía sobre el piso con la complicidad de las ramas
del tilo. Los manchones cambiaban y se movían a medida que el viento agitaba el
árbol. A veces, alguno de ellos cruzaba por su rostro ahora absorto.
El
poeta la instó a seguir:
—¿Y
qué es lo que ves, Ada?
Ella
alzo la cabeza de pronto. Sus profundos y verdes ojos se clavaron con tal
intensidad en los de Rickman, que éste sintió un nudo en el estómago, tal como
cuando era un muchacho.
De
pronto estaba más vivo que nunca.
Ella
titubeó, volvió a bajar la vista y susurró:
—A
veces lo veo a usted. A veces, a un ser pequeño, un bebé sirena dentro de un
huevo translúcido semejante a una burbuja. A veces… A veces, otras cosas.
Él
tanteó con las palabras el aire que los separaba, la brisa fría que mediaba
entre ellos, el aroma a vida vegetal que los envolvía en el mismo secreto:
—¿Y
qué dijo Károly cuando se lo contaste?
Eleazar
pudo ver cómo las lágrimas contenidas humedecían el verde de esos ojos
magníficos.
—Él
—hizo una pausa, tomó aire, y prosiguió—. Él me dijo que era hora de que me
fuera de casa. Que era una mujer adulta y debía hacerme cargo de mí misma; que
ya no había sitio para mí en su hogar. Dijo que quería comenzar con otras
creaciones y que yo lo estorbaría con mis inoportunos e insignificantes
problemas de evolución —la chica era fuerte, ni una sola lágrima cayó. Tragó
sonoramente, se compuso, y prosiguió su alocución mientras miraba de frente al
poeta—. Cuando le pregunté qué sería de mí, me respondió que era una magnífica
estudiante y que usted me recibiría. Que además era hora de que supiera qué se
esperaba de mí.
Eleazar
se quedó pasmado. Entornó los ojos y preguntó en un murmullo suspicaz, tan bajo
como el sonido del batir de las agujas del pino:
—¿Qué se esperaba de ti?
Ada
se puso de pié casi de un salto, y comenzó a caminar nerviosamente de izquierda
a derecha, retorciéndose las manos.
Habló
a empellones, rápidamente. Las palabras chocando unas con otras:
—Es
que en el sueño hay más. En el sueño yo estoy embarazada. Y eso, lo sé, es
imposible. Pero desde que he empezado a soñarlo, he tenido estas ansias de
hacer poesía nucléica, de crear, ¿me entiende, maestro? Pero de hacerlo como
ustedes. Como mi creador y usted lo hacen.
»Al
principio, cuando le conté esto, el rostro de Sir Vázquez se alegró como nunca,
pero enseguida se puso hecho una furia. Dijo que como yo no soy humana, como no
soy más que una persona a medias, una persona poética, necesitaría un padre
genetista que me ayudase a concebir. Que él no pensaba cometer incesto. ¿Incesto, entiende? Esa horrible palabra
es lo más cercano a reconocerme como hija que jamás estuvo en toda mi vida…
»Y
entonces me contó cómo usted lo ayudó a construirme inspirándose en “She
walks in beauty”,
el poema de Byron. Cómo me llamó Ada por su amor a aquel poeta. Cómo él me
dedicó a usted, tal como se dedica un libro…
»Entonces
comprendí lo que quería decirme.
El
silencio se instaló de pronto. Un silencio frágil, sutil, etéreo, tan en ascuas
como la inmovilidad de la chica que miraba hacia la casa, evitando los ojos de
Rickman.
El
poeta se levantó con parsimoniosa dificultad y se acercó a la joven. Tardó unos
segundos en atreverse a apoyar una mano sobre su hombro. Ella temblaba, pero
seguía mirando la casona. Él habló con resolución pero dulzura:
—Que
él te haya dedicado a mí, no significa que me pertenezcas, ¿comprendes? En
realidad no le perteneces a nadie. Eres Ada Blenders, y punto.
Ella
giró de pronto. Su boca muy cerca de la de él. Sus ojos muy abiertos. La
respiración acelerada:
—Pero,
de cierta manera, ¿no es como estar comprometida con usted desde mi nacimiento,
maestro? ¡Sólo usted podría darme un hijo!
Eleazar
se perdió en esos ojos de aguas verdes y embrujadas que hablaban de miles de
versos, de paseos nocturnos, de “una mente en paz con todo”, y “un corazón cuyo
amor es inocente”.
Entonces
retrocedió asustado.
Pero
el miedo no estaba dirigido hacia ella, hacia ese rostro perfecto “donde
pensamientos serenamente dulces expresan cuán
pura, cuán adorable es su morada”.
No,
la fuente del miedo que sentía provenía de él mismo, de lo que había llegado a
pensar en esos segundos en los que Ada, honradamente, expresara sus
pensamientos.
En
ese instante, Rickman sólo pudo concebir una cosa que lo hizo temblar de
emoción hasta en sus fibras más íntimas, como si un propósito sublime se
hubiera instalado en su vida: ¡Engendrar junto a ella daría por resultado el
primer ser nacido de la unión de un humano y un poema!
* * *
El
laboratorio no era lo que ella esperaba. Había creído que el ambiente romántico
y sobrio de la casa continuaría allí. Pero, claro, eso era imposible.
El
sitio era un cuarto cuyas paredes, techo y piso estaban azulejados de un blanco
tan brutal que hería la vista. La luz era aséptica y copiosa, y provenía de un
sinfín de lámparas empotradas en el techo. Dos mesas y varias estanterías de
acero pulido y reluciente constituían todo el mobiliario. Una de esas mesas
estaba ocupada por una multitud de procesadores y pantallas. La otra parecía
más bien una camilla de quirófano. Encima de ésta había una campana de
gestación retráctil.
El
ascetismo y la frialdad le causaron un escalofrío horrendo a la muchacha, ¿en
un sitio así habría sido creada ella? Nunca se lo había dicho su padre. Así
como nunca le había permitido ver el laboratorio que él poseía en su propia
casa.
Eleazar
pasó la mano sobre la mesada de acero pulido, con el gesto propio de quien
acaricia el cuerpo desnudo de una mujer amada. Y como si hubiese leído sus
pensamientos, exclamó:
—Tú
naciste en una mesa como ésta. A decir verdad, lo hiciste aquí mismo. Aún lo
recuerdo —la voz del poeta tenía casi un tinte de disculpa— En realidad no es
muy distinto de donde nací yo, o cualquier otro humano —dijo él. Pero viendo la
expresión casi de repugnancia en el rostro de Ada. Tomó su mano y agregó—.
Tranquila, te acostumbrarás.
Entonces
pudo sentir el fuego, la brasa ardiente que Károly había colocado en la sangre
de la joven. Y la soltó instintivamente.
La
temperatura del cuerpo de Ada debería ser de al menos 44 grados Celsius, si
recordaba bien.
Aquella
lejana noche, cuando abrieron el enorme huevo candente y se vació el líquido,
él había creído que la criatura debía de estar muy enferma; pero Vázquez le
aseguró que todo era correcto, que así debía de arder el cuerpo de su poema.
Phosphorus,
"portador de luz"... Ése era el verdadero nombre de Ada, del poema
que la había gestado.
—Disculpe
—musitó ella—, no le advertí sobre mi naturaleza.
—Tu
naturaleza —dijo Eleazar, volviendo a tomar su mano— es la de la piedra
filosofal, por eso tienes este fuego adentro, ¿no es así?
La
chica se rió tímidamente, algo avergonzada.
—Claro,
usted sí lo sabe —dijo la muchacha—. Mi padre siempre me explicaba, con ese
cuento, por qué mi piel debía estar tan caliente. De cómo Brandt había
descubierto esta sustancia que brillaba en la oscuridad cual llamaradas
fantasmales, mientras buscaba la piedra filosofal... La que lleva la luz
—sonrió con dulzura y agregó—. Por eso, cuando recién había nacido, me llamaba
"mi luciérnaga" —se llevó a los ojos una mano, enfundada en la manga
de la polera, y secó una lágrima ardiente. Luego soltó una risa corta y dijo—.
Pero se olvidó de decirme que lo que Brandt utilizaba en sus
experimentos alquímicos eran simples orina y arena... Nada majestuoso.
La
voz del maestro, calmada y profunda, resonó en la ascética sala:
—Si
mal no recuerdo, la piedra filosofal no ha de buscarse entre las joyas, sino
entre el lodo y los guijarros. Porque es la piedra desechada la que se
convierte en roca fundamental.
Ada
sonrió y se quitó un mechón de cabello de la cara. Ese simple gesto hizo que
Eleazar pensara que ella era la criatura más excelsa que jamás había visto. Más
que cualquier poema que hubiera creado jamás. Una simple forma humana hermosa,
nacida de un sueño de amor trunco, de un verso que jamás había llegado a su
destino.
El
poeta hizo una pausa y prosiguió:
—Podrás
trabajar aquí conmigo. Considéralo tu teatro de operaciones. Cuando tengamos
una idea cabal de tu sueño, y hayamos escogido el poema adecuado, entonces
comenzaremos con el mapeo genético tuyo y mío. Como sabes, necesitaremos
constituir un soporte estructural de empalmes con los…
—¿No
vamos a contraer matrimonio?
La
pregunta de Ada no sólo lo interrumpió, sino que lo tomó completamente
desprevenido.
—¿Ma… tri…
mo… nio…? —repreguntó él suavemente, cuestionando cada sílaba.
Ella
lo miraba y las luces del laboratorio formaban círculos blancos en sus pupilas.
—Sí,
matrimonio. ¡Para poder concebir! —dijo ella. Y entonces una de sus manos
acarició, de modo obviamente inconsciente y reflejo, el inexistente receptáculo
de la vida del cual ella carecía.
—Ada
—replicó él con gentileza, casi como si le hablase a una niña—, tú sabes que
así no se gesta un poema.
La
sonrisa de la muchacha fue languideciendo poco a poco en su boca de almíbar y
cerezas.
—¿Ni
siquiera vamos a fingir que…? —un relámpago de comprensión recorrió su faz—
¡Oh, claro! ¡Perdón, maestro! Por un momento, cuando usted aceptó, yo creí que
eso implicaba que, que… —sacudió la cabeza como espantando ideas incómodas— Lo
siento mucho. Yo no quería esto. No
creo haberme hecho entender. ¡Soy una estúpida!
A
pesar de llamarla a voz en cuello, Rickman no pudo evitar que ella saliera
corriendo escaleras arriba, lejos del sótano y del laboratorio y de él.
* * *
Serenidad
se paseaba alrededor del sillón. Era la noche entrada, y además del viento, el
crepitar de las exiguas llamas en la chimenea y el pasar de las páginas del
libro, sólo se oían los rumores de las criaturas de Rickman moviéndose por la
casona como fantasmas.
Serenidad
extrajo una de sus uñas de titanio y rozó apenas la rodilla de su creador,
llamando su atención. Cuando Eleazar dejó su lectura y lo miró expectante, la
criatura-poema emitió un aroma a rosas,
ruibarbo y pan de jengibre: Ada.
—No, ella no está aquí —dijo con lentitud. Casi con un dejo de tristeza.
Los patrones faciales azules de un asimétrico rorschach pulularon por la
superficie del rostro de la criatura. Las capas de piel de gasa elevándose y
cayendo sobre las venas azules, verdes y moradas.
—Lo sé, Serenidad, lo sé —dijo con un suspiro—. Creo que me equivoqué.
El hombre se quitó los anteojos y dejó éstos, junto con el libro, sobre
la mesita que sostenía la lámpara y la taza de té.
Perdió la vista en ningún sitio; el mentón apoyado sobre la punta de sus
dedos. Parecía intentar sacar sentido de todo lo que había sucedido y procurar,
por todos los medios, dilucidar qué era lo que él sentía al respecto.
Abstraído, apenas si notó el movimiento sobre el largo sillón, al otro
lado de la mesa ratona. Algo invisible en su mimetismo estaba trepando sobre el
mueble.
Lentamente, el bulto que copiaba el color malva del tapizado, así como
los diseños borgoña, ocres y verdes de los almohadones, comenzó a definirse.
Era como si alguien estuviese bocetando una figura en la misma sustancia de la
realidad.
Rickman
advirtió, de pronto, cómo se formaba un cuerpo humano; el cual, al cabo de un
tiempo, resultó ser claramente femenino. La ropa que creció de a poco sobre la
piel desnuda, la revestía con colores y texturas que no distaban de los que la
rodeaban en el sillón: violetas y burdeos, con hilos dorados. Algo sugerente
pero refinado. El proceso tardó poco menos de media hora, tiempo tras el cual
el maestro Rickman pudo ver por fin a Ada recostada en el sillón. Tenía el
cabello suelto y la cabeza apoyada sobre una mano. El otro brazo descansaba
sobre una pierna flexionada que se escapaba por completo por fuera de la tela
del vestido. Ella lo miraba de frente, con una expresión tan segura y sensual
que lo estremeció —una expresión que jamás había visto en la muchacha.
El
poeta continuó admirando la aparición hasta que el hechizo se rompió llevándose
cualquier ilusión de su presencia. La Ada eróticamente tendida frente a él no
había efectuado ni un solo parpadeo; ni siquiera la cadencia de una respiración
turbaba la quieta pose estatuaria de la joven.
—Gracias,
Epifanía —dijo por fin Eleazar con tono cansado, vencido—. Pero ahora no deseo
ver esto. No me hace bien.
Serenidad
enfocó algunos de sus ojos en él y otros en el largo sillón, entonces se
arrastró sobre el piso hasta sentarse junto a la otra creación del poeta:
Epifanía, el ser que podía resemblar los anhelos más fuertes de un ser humano.
La
mano de gasa y titanio de la criatura rozó la piel de la aparición mimética.
Ambos seres se miraron entre sí. Hubo chistidos, susurros y gruñidos. Y, por un
momento, pareció como si Serenidad fuese a atacar a la figura —tal vez fruto de
su extremo celo por Eleazar, tal vez porque creía que ella lo ponía triste—.
Pero luego, poco a poco, el ser fue cerrando uno a uno los ojos que componían
su corona ocular, a medida que reclinaba su cabeza hasta apoyarla sobre el
pecho de la copia de Ada.
El
ente mimético acarició a la criatura leve y delicada.
Rickman
miraba a sus creaciones con detenimiento. Sabía que, hasta cierto punto, éstas
tenían voluntad propia, que eran seres en sí mismos, pero jamás hubiera creído
que fueran capaces de empatizar con él hasta ese punto.
Las
líneas cambiantes que hacían las veces de boca en Serenidad, se volvieron
lánguidas, estriadas, tal como sucedía cuando sufría.
A
lo lejos podía escucharse el ulular de Oscuridad, probablemente en el techo de
la casona, aferrada a las pizarras del altillo como una gárgola de negrura.
De
los aparentes ojos de Epifanía —copias files de los verdes ojos de Ada—,
comenzó a desprenderse una lágrima. Por supuesto que no era agua salada, sino
una suerte de pliegue, de ola hecha del mismo tejido mimético del ser, que se
desplazaba por el rostro y descendía a lo largo del cuello, hasta fundirse con
las ondas de un escote constituido por la carne del poema viviente.
Al
parecer, sus creaciones sabían más de sus sentimientos que él mismo.
* * *
La
esfera de metal pulido llenaba todo su campo de visión. Lo único que acompañaba
a la imagen era la mano que la sostenía: su propia mano. Ésta se continuaba,
enorme y deformada por la curvatura del espejo, del otro lado de la reflexión.
Sus
ojos verdes, muy abiertos, la miraban con ansiedad desde la imagen convexa.
Detrás de ella podía verse el laboratorio del maestro Rickman: Un universo
hecho de puras superficies, blanco, claustrofóbico, y sin un ápice de la
belleza y profundidad de su dueño.
La
esfera le devolvía su imagen deformada, de pie y completamente desnuda. Su
vientre, muy abultado, era tan translúcido como cualquier campana de gestación
de laboratorio. Adentro podía verse un ser extraño, una especie de bebé: la
cría de una sirena que se chupaba el dedo.
De
pronto, Eleazar surgía de detrás de ella y apoyaba una mano sobre su hombro.
Entonces la criatura en su vientre comenzaba a moverse.
Ada
se despertó sobresaltada, tomándose el abdomen, sintiendo aún los ecos de esos
movimientos fetales fantasmagóricos. Tenía la respiración entrecortada y la
temperatura de su cuerpo era terriblemente alta.
Salió
de la cama y corrió al pequeño cuarto de baño del hotel. Abrió el grifo de la
pileta y comenzó a beber directamente de él, intentando bajar su temperatura.
Cuando
estuvo satisfecha se sentó sobre la tapa del inodoro y comenzó a llorar.
¿Qué
había esperado que el poeta hiciera? ¿De verdad creía que la tomaría por esposa
cuando su creador jamás la había reconocido como una hija? Además, ¿qué
estupidez había sido aquella? Ella poseía una dedicatoria de Vázquez hacia
Rickman, escondida en la firma que su padre había ocultado en sus pupilas, pero
nada más. Una dedicatoria, no una
promesa de amor.
Además,
¿qué podía hacerla menos humana que estar “dedicada” a alguien? Eso no la
convertía en una consorte, sino en una pertenencia, si acaso.
Y,
si bien era cierto que, al darle un apellido propio, Károly le había cedido los
derechos de autor a su propia obra, eso no la hacía una persona con plenos
derechos, sino sólo una obra abierta, un ser “de la humanidad”. De una
humanidad que ella no poseía más que parcialmente.
—¡Vamos,
chica, tengo que mear!
La
voz de otro pasajero de su mismo piso la sobresaltó.
Se
puso de pie de inmediato, se lavó la cara y salió rápidamente, mirando el suelo,
evitando rozar al hombretón que esperaba en el pasillo.
Se
metió en su cuarto, por fortuna privado, y cerró con la llave.
La
luz de la calle entraba por entre las inclinadas persianas americanas de la
única ventana de ese exiguo dormitorio. Aquí y allá el caudal de luz aumentaba
o disminuía gracias a las roturas de la cortina.
Se
sentó en la cama. Las manos encerrando sus piernas contraídas. El mentón sobre
sus rodillas. Los ojos fuertemente cerrados. Y recordó el mismo juego de luces
y sombras bajo el tilo, en el parque del maestro Rickman. Casi podía oler el
embriagador aroma, casi podía oír la aterciopelada voz.
Y
se quedó así, intentando retener esos recuerdos, saboreándolos hasta que la luz
de la madrugada irrumpió por entre los huecos y los parches y los espacios de
la persiana.
Para
Ada aquello era como si un nuevo terror se abriese frente a ella: el día, el
nuevo día, era otra jornada llena de desconocidos y de la sensación se hallarse
en un pantano, atascada, sin otra cosa más que pantanos en el horizonte.
Se
vistió rápidamente, huyendo de sus propios pensamientos, y salió corriendo del
hotel. No había pagado más que esa noche, y seguramente alquilaría otra
habitación en algún otro sitio cuando el día terminase.
El
viaje en autobús duró lo suficiente como para que ubicara una bella plaza donde
bajarse. Allí se sentó en un banco y se quedó admirando el mundo, la gente, las
cosas.
Fuera
del parque del maestro Rickman principiaba el invierno. El frío todavía no era
fuerte pero los árboles y las cosas parecían haberse retirado a su propio
interior, abandonando la superficie, retrayéndose y dejando cáscaras vacías.
El
día pasó rápido, como una colección de movimientos acelerados sobre el telón de
fondo de unos pensamientos monótonos y lentos. Algo estaba surgiendo, algún
tipo de poesía. Pero era débil y no tenía palabras aún, sólo sensaciones.
Cuando
el sol ya se había puesto, dejó el lugar. Mientras los cuidadores cerraban las
rejas, se puso el bolso al hombro y caminó lentamente por la vereda del Teatro
de la Ópera. El edificio era como poesía coagulada en piedra, y ella se quedó
extasiada.
Un
joven salió antes que el grueso de la gente. Vestía un traje gris jaspeado y
una camisa blanca con un pequeño moño color borgoña. Llevaba las manos en los
bolsillos y la mirada distante, perdida en el cielo que se extendía sobre la
línea de los árboles del parque. Tarareaba algo.
Entonces
una chica coreó un nombre que ella no pudo oír, y el joven se volvió para
mirarla. Al verla, los ojos se le transformaron. Una sonrisa magnífica se
plantó en su boca. Era obvio que para él no había nadie más que esa muchacha en
el universo. La mujer, tan elegante en su vestido blanco de bordados violetas,
corrió como pudo con sus tacones y se sumergió en los brazos abiertos de él.
Pronto los dos se alejaban cuchicheando por lo bajo, besándose tiernamente,
riendo.
Ada
deseó ser como él. Deseó pertenecer a un sitio, tener un objetivo, volver a un
hogar, soñar despierto. Deseó esa seguridad serena. Pero, sobre todo, deseó
ignorar el mundo que la rodeaba y la asustaba, y poder perderse en su versión
interna del mismo, tal como ese muchacho.
Y,
por supuesto, deseó ser amada tal como él lo era.
Sin
darse cuenta, había ascendido los escalones del gran frontón del teatro en un
intento por ver cómo la pareja se alejaba; cuando, de pronto, algo se
arremolinó junto a sus pies.
La
criatura era como una sombra hecha de escamas brillantes y tornasoladas pero,
aún así, grises. No parecía poder levantarse del suelo, y reptaba gracias a
miles de diminutos cilios que se extendían, casi invisibles, a partir de todo
su contorno. Había ocupado su sombra, es decir, había tomado la forma perfecta
de ésta. Cuando Ada se movió, la criatura hizo lo propio, serpenteando por los
escalones y deformándose al compás del cambio de incidencia de la luz sobre
ella.
La
muchacha se quedó mirándola largo rato, la sentía
familiar aunque no reconociese lo que era. Entonces, la amaderada voz recitó
suavemente:
—“Seré
tu sombra, hecha de silencios y espera. El grito mudo de tus colores, a tus pies.
La iridiscencia misma de mi vida, tendida para que tu pena muera allí…”
Ada
miró hacia abajo, donde los escalones terminaban, y lo divisó en la vereda,
envuelto en un sobretodo de paño negro con botones de cuero. El pelo, entre
almibarado y canoso, revuelto por el viento. Las solapas levantadas. Las manos
enguantadas sostenían el pequeño cuaderno rojo que ella había abandonado al
marcharse de la casa de su “padre”.
Ella
reconoció entonces los toscos versos —los que ella misma había garabateado al
comenzar sus sueños—, en la criatura que permanecía quieta a sus pies, extendida
como una sombra de oscuros tintes verdes, azules y rojizos.
—He
ido a ver a Károly. A buscarte. Pero sólo he visto tus cosas. Tus hermosas
cosas —dijo alzando su voz sensual para que ella pudiera escucharlo desde la
distancia que seguía manteniendo entre ambos.
Por
un momento, él extendió el cuaderno, como entregándoselo. Pero ella sólo lo
miró, confusa, quieta.
Eleazar
se guardó el cuaderno en el bolsillo interno de su abrigo y dijo:
—Tu Sombra no es… no intenta ser… una expresión de tus versos. No podría arrogarme esa
posibilidad. Es… tan solo… el modo en
que me he apropiado de ellos —dijo tanteando las palabras, separándolas,
demorándolas, remarcándolas, haciéndolas chasquear y resonar y deslizarse, como
un embrujo hipnótico, hasta los oídos de la chica. Entonces agregó, lenta y
enfáticamente, mientras la miraba a los ojos—, identificándome.
Ella
lo observó intensamente, tratando de procesar aquello, de separar el embeleso
de las palabras del contenido de las mismas. Pugnando por comprender lo
incomprensible: ¿Acaso él deseaba ser
su sombra? Eso era imposible. ¡Eso no tenía sentido!
En
ese instante, Eleazar metió las manos en los bolsillos del sobretodo, y gritó
casi como si algo dentro suyo se rompiese:
—¡Ada!
¡Tengo frío!
Si
hubiera sido otra persona quien lo hubiese dicho, ella podría haber creído en
su literalidad. Pero era el maestro Rickman, el poeta, quien lo decía. Aquello
era un pedido por algo más que el calor que su cuerpo podía proporcionarle.
Aquello era un llanto existencial. Uno muy parecido al de ella misma.
El
corazón comenzó a aletearle como el batir de las alas de una libélula. Dudó,
por el lapso de apenas tres rápidas respiraciones entrecortadas, y bajó
corriendo los escalones, igual que había visto hacerlo a la chica del vestido
blanco y violeta, hasta hundirse en los brazos de Eleazar.
Durante
una fracción de segundo se sintió como si ella fuera el muchacho de traje gris
jaspeado y moño color borgoña, como si fuera segura y tuviese un mundo interior
más vasto que la realidad misma, y como si fuese Eleazar quien se cobijara en
sus brazos y no al revés.
Entonces,
vio cómo su iridiscente sombra la había seguido fielmente, y supo que tenía
razón.
* * *
Se
estiró en la cama, bajo las sábanas, y notó que él aún estaba allí.
Contuvo
un suspiro y cerró los ojos, agradecida.
Estaba
acostada frente a un gran ventanal, por donde las hojas de las copas siempre verdes
y lozanas de los árboles se burlaban de la nieve que inundaba el jardín, allá
abajo —un manto blanco tachonado por coloridas flores inmunes a su encanto.
Enamoradas, tal vez, del humano que les había dado el don del florecimiento
eterno. El mismo humano que compartía su lecho con ella.
Miró
por encima de su propio hombro desnudo y lo vio sentado, recostado contra la
cabecera de la cama, leyendo. La pipa emitía un aroma a tabaco, rhum y
chocolate. También había algo de miel. El humo subía, azulado, tejiendo
imágenes laxas en el aire hasta formar una tenue nube grisácea que flotaba,
horizontal, sobre ambos.
Volvió
la cabeza sobre la almohada y se rió en silencio, como una chiquilla. La
libélula de su pecho aleteaba desbocadamente, golpeando la jaula de su tórax,
rugiendo en sus oídos tal y como lo había hecho anoche, mientras aprendía cómo
moverse sobre las caderas de Eleazar.
—Sé
que estás despierta… —la voz era íntima, seria, parsimoniosa, de una coloratura
que implicaba que la madera podía volverse terciopelo. Había en ella un dejo de
ronquera, una guturalidad refinada y viril que la estremeció. Las palabras
fluían deliberadamente lentas. Las “p” estallando, las “s” sibilando ahogadas,
las “t” produciendo el mismo sonido que las puertas del Elíseo al abrirse.
Ada,
en respuesta, giró sobre sí misma, se apoyó sobre un codo, y lo besó en el
hombro. Luego, reposó su cabeza en el pecho de él.
Había
arrugas y piel poco firme en el cuerpo delgado y sin ropas del maestro de
poetas. También manchas y decoloraciones. Pero para ella era el cuerpo más
fascinante que existía.
Eleazar
dejó la pipa y el libro en la mesa de luz, y rodeó a la muchacha con un brazo.
—Perdón,
¿te he despertado? Es que los viejos dormimos menos.
Ella
se rió, apartándose el pelo de la cara con un gesto que él había aprendido a
reconocer y a venerar. Luego, buscando con sus ojos verdes los ojos castaños de
él, exclamó:
—¡Tienes
cincuenta años, tú no eres viejo!
Él
acarició, con su mano libre, el rostro lozano de la mujer-poema. La piel blanca
se tornaba rosada con su felicidad y su excitación, dándole un aspecto aún más
juvenil.
—Y
tú nunca lo serás, mi niña.
El
calor de Ada lo abrigaba: su piel siempre febril, su boca siempre risueña.
Ella
replicó:
—Que
aparente veinte años por siempre, no implica que no envejezca y decaiga. Lo
haré como cualquier otro ser mortal. Poco importará si mi apariencia cambia o
no. Por dentro vivo y muto y crezco; pero por fuera estoy fija, inmóvil,
eternizada como una estatua. ¿Crees que eso me agrada?
»Tú,
en cambio, eres coherente, sigues moviéndote y transformándote como un glorioso
río.
Se
mordió el labio inferior y acarició el rostro de Rickman.
—Algún
día seré un anciano muy envidiado —dijo él entre risas ahogadas.
—Y
yo también —susurró ella, mientras lo besaba con unos labios tan ardientes como
el mismísimo sol.
* * *
Eleazar
pasó la mano por la superficie semitransparente de la esfera que se sostenía
dentro de una garra mecánica hecha de sujetadores y sensores.
El
aparato estaba encima de la mesa de acero pulido del laboratorio, bajo una
tenue luz ambarina.
La
criatura estaba quieta, era pequeñita, y se enroscaba sobre sí misma igual que
un delfín en el útero materno.
Ambos
habían coincidido en que debía tener un proceso de crecimiento natural, uno que
no implicase nacer adulto, como Ada, sino crecer a su propio ritmo —el que
fuera que tuviese—. Pero el crecimiento acelerado de ella se reflejaba, en
parte, en el proceso de formación de la criatura.
—¿Así
lo soñaste?
La
onda sonora de la voz de fagot de Rickman chocó contra esa especie de huevo que
era la esfera de gestación, y reverberó en su sustancia, agitando el líquido
amniótico. El feto poético, el bebé de ambos, dio un respingo y comenzó a
succionarse el pulgar.
Ada
apoyó sus manos como intentando calmarlo. Sonreía feliz:
—Sí,
exactamente así —respondió en un susurro.
Había
material genético de ambos fusionados en ese varoncito, y también había
variantes generadas por el talento de los dos. Era una obra conjunta, una
creación poético-genética diseñada, por partes iguales, entre Ada y Eleazar. Y
era también su primogénito.
—Connelly
Franz Rickman-Blenders —recitó el maestro con orgullo, mientras miraba lo que
nunca antes se había atrevido a generar: un vástago.
Ada
se asió a su brazo, lo besó en la mejilla y lo corrigió:
—Connelly
Franz Rickman-Blenders y Vázquez. Yo soy parte de él, Eleazar, y por ende, él
siempre será parte de nuestro hijo.
El
poeta se quedó callado. Aquello era justo, y él coincidía con la decisión de su
compañera. Lo que lo había descolocado era la palabra que Ada había utilizado
por fin, y sobre la cual todas sus conversaciones habían girado con
innumerables eufemismos: “embrión”, “feto”, “creación”, “vástago”… hasta este
momento: ¡Hijo!
—Nuestro hijo —repitió él lentamente,
haciendo resonar cada palabra. Y un temblor sacudió su cuerpo.
Ada
reclinó su cabeza contra el hombro de Eleazar y dejó que las lágrimas
afloraran.
—¿No
es increíble? —susurró ella.
Rickman
se desasió del abrazo y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos,
exclamando con apasionamiento:
—¡Tú eres un milagro, mi niña, Ada mía! Yo,
como humano, sólo puedo hacer poesías vivas; pero tú, como una… poesía
encarnada…, tú puedes engendrar un
verso genético como si fuera un hijo.
»Tú
eres el poema que crea poemas. La personificación del verso primordial que nos
ha creado a nosotros, los humanos. Nosotros los nacidos de la poesía, y no al
revés… Como tal vez haya sido desde siempre.
»Si
yo hubiese escrito a Connelly en
solitario, lo único que hubiera obtenido sería otra obra, otra “composición”.
Pero contigo a mi lado, Ada mía; con tu esencia mezclada con la mía y tu poesía
entrelazada a mis versos… ¡Oh, Cielos del Elíseo! ¡Contigo al fin puedo ser
algo más que un autor, puedo ser un padre!
Un
silencio de respiraciones emocionadas y deseos fructíferos se instaló entre
ambos, para quebrarse en un beso profundo y complejo.
En
ese momento, el bebé abrió los ojos y desplegó su enorme cola de sirena.
* * *
Ni
la carne de los peces o las hojas de las algas, ni las flores, ni la leche de
un delfín, nada había logrado alimentar al bebé sirena que languidecía en el
enorme estanque que Rickman había hecho erigir en medio del parque.
Ada
estaba sentada sobre el césped. Uno de sus brazos descansaba sobre el borde de
mármol rojizo y, encima de éste, apoyaba de lado su cabeza. Tenía los ojos
verde bosque, húmedos y tristes, pero su boca florecía en una sonrisa que
intentaba contagiarle alegría a su hijito.
La
otra mano estaba dentro del agua, jugueteando con las manitos débiles del
pequeño tritón, quien se divertía asiendo cada uno de los dedos de su madre.
—¿Qué
quieres comer, mi vida? ¡Por favor, Conn, déjame saber qué necesitas!
Burbujas
y gorgoteos agitaban la superficie del agua plagada de nenúfares en flor: el
niño-pez reía sin emitir sonido alguno.
Sus
largos y finos cabellos, como un fuego azul, brillaban encendidos bajo las
aguas límpidas. La piel, blanca como la de su madre, hacía resaltar el color
tabaco de los ojos de su padre en los suyos. Esa misma piel cuya palidez iba
deslizándose lentamente hacia un grisáceo tono celeste, una sucesión de añiles
que desembocaba en una cola cuyas irisadas escamas ostentaban un azul tan
profundo como vibrante.
El
bebé sirena era, sencillamente, hermoso.
Cerca
del formidable estanque, en cuyo centro se erigía una fuente repleta de náyades
y tritones, el gran ventanal de la biblioteca de la casona estaba abierto de
par en par, dejando ver a un desesperado Eleazar rebuscando en libros,
consultando expertos, rogando y amenazando a las potencias elíseas.
Cuando
éste se sentó frente al escritorio, desconsolado y vencido, descubrió un sobre
sin remitente; de un ajado papel amarillento.
Abrió
rápidamente la carta y reconoció la letra de su amigo.
Károly
sólo había escrito una frase: “La poesía se alimenta de poesía”.
Eleazar
miraba el papel sin comprender. Por el estado en que se hallaba, éste bien
podría haber estado en blanco.
Entonces
lo entendió.
Ahogó
un grito a medio camino entre el horror y la esperanza, y salió corriendo
escaleras arriba.
* * *
—Pero,
¡es tu mejor obra! —Ada retrocedió, con la faz macilenta y aterrada. Entre sus
manos sostenía la carta de su padre.
—No,
mi amor; Conn es mi mejor obra —dijo Rickman en un susurro. Sus ojos enajenados
estaban fijos en la debilitada y famélica criatura que se esforzaba por flotar
en el estanque.
La
mano derecha de Eleazar apretaba la muñeca de Serenidad con tanta fuerza, que
estaba desgarrándole las capas de encaje de la piel y exponiendo la maraña de
venas que se entretejían por debajo. Sin embargo, el ser no parecía reprocharle
nada. Enamorado como estaba de su hacedor, había comprendido de inmediato lo
que éste le estaba pidiendo y lo había aceptado sin protestar.
Las
uñas de titanio permanecían escondidas dentro de sus dedos. Los ojos de
madreperla y polvo de cromo miraban el jardín y a sus ocupantes con dulzura. La
boca de jeroglíficos azules estaba, por primera vez, absolutamente quieta.
Eleazar
soltó a la criatura y se acercó al estanque. Llevaba en su mano parte del
tegumento translúcido que constituía la “carne” de Serenidad. Se introdujo en
el agua, chapoteando ruidosamente con sus zapatos y pantalones empapados, se
arrodilló junto a su hijo, y colocó frente a la boca del bebé un poco de la
sustancia de sueños con la que estaba hecho su poema viviente predilecto.
El
débil niño abrió lentamente los ojos y, poco a poco, comenzó a sorber pequeños
trozos de esa piel.
Ada
se puso a llorar con las manos fuertemente apretadas contra su boca. No quería
que sus sollozos de alegría interrumpieran ese momento maravilloso.
Eleazar
alzó los ojos para mirarla, como intentando preguntarle a su compañera si
aquello en verdad era real, si no lo estaban imaginando.
Ya
sin poder evitar contenerse, la muchacha corrió hacia el estanque y entró en
él. Torpemente llegó hasta donde estaba Rickman y ambos se abrazaron.
El
pequeño tritón pareció asustarse con el batir de las aguas y se escondió tras
unos tallos de nenúfares. Pero, antes de que sus padres pudiesen ir a calmarlo,
Serenidad estaba ya a su lado.
Había
tomado al niño en uno de sus brazos, acunándolo, y estaba extendiendo una de
las largas uñas de titanio de su mano libre.
Un
perfume a cedro, canela, yodo y sal inundó el aire cuando la criatura hundió la
uña en la punta de uno de sus propios dedos, y dejó que su sangre espesa y
morada manara hacia la boca del bebé.
Las
agallas soplaban suavemente, produciendo un murmullo que bien podía asimilarse
a una canción de cuna. Su movimiento de capas flotantes mantenía como
hipnotizados los ojos de Connelly.
El
niño comenzó a alimentarse del índice de Serenidad como si éste fuese un pezón,
chupando la fría sangre del poema viviente. Y tras unos pocos minutos, pareció
estar satisfecho.
Ante
la perplejidad de Eleazar y la emoción de Ada, Serenidad entregó el bebé a su
madre y lo acarició tiernamente mientras el niño se dormía en sus brazos. Luego,
apoyó la maraña azul de su boca en los labios de la mujer, antes de desmayarse
en los brazos de Rickman.
El
poeta tomó al vaporoso ser y lo llevó rápidamente al laboratorio para restañar
sus heridas y compensar la pérdida de sangre que, aunque era ínfima, podía
causar estragos en un ser tan delicado como aquel.
Pronto,
las restantes criaturas —incluso los nuevos seres que Ada creaba—, comenzaron a
turnarse para nutrir al bebé, quien crecía muy rápidamente. Ada misma hubiese
entregado gustosa su propia carne para alimentar a su hijo, pero ella era demasiado humana. Su poesía, tal como Sir
Vázquez la había diseñado, se hallaba en su psique, en su “alma”, mas no en su
cuerpo.
Oscuridad
y Sombra parecían ser los más felices de entregarse al infante. Las plumas
negras del primero se teñían de colores increíbles cuando el niño las tomaba en
sus manitos.
Era
como si el tritón se alimentara de sus propios padres a través de las
creaciones de éstos. Y como si su existencia instara a aquellos a crear más y
mejor, a medida que el vampirismo poético del bebé crecía aceleradamente junto
con su edad.
En
poco tiempo, un coro de poesías vivientes rondaba por las noches el estanque,
jugando y cantando bajo la luz de la luna, para regocijo del pequeño ser sirena
quien, mudo y hermoso, había aprendido casi instintivamente a medir su apetito
y a cuidar la integridad de sus extrañas nodrizas.
Los
poemas, a su vez, se hallaban completamente seducidos por Conn y su elocuente
silencio, y también de día lo seguían a cierta distancia, de cuarto en cuarto,
cuando sus padres lo llevaban a la casona.
Eran
como un séquito constante, como los coribantes de un joven Baco siempre
hambriento de sangre de poemas.
Y
ese joven Baco creció, como alimentado por leche de sirenas: rápido y fuerte.
En
cuestión de semanas, el bebé fue un niño. En meses, un adolescente. En menos de
un año, un joven adulto.
* * *
Connelly
se hallaba tendido sobre el ancho borde de mármol rojizo que delimitaba el
estanque. Su torso lampiño, delgado pero bien formado, se agitaba lentamente
con su respiración.
En
la eterna primavera del parque, únicamente el borboteo de la fuente ubicada en
el centro del estanque rompía el silencio de la noche.
El cabello
celeste profundo —en realidad un conjunto denso de cordoncillos escamosos muy
finos— se derramaba sobre el agua, enredándose y desenredándose en los
nenúfares gracias a una suave corriente artificial. La extremidad inferior de
su cuerpo, revestida de escamas azul iridiscente, descansaba también sobre el
mármol, y la magnífica aleta caudal se extendía como un abanico, cayendo a
ambos lados del borde —tanto sobre el pasto como sobre el agua—, conjugando
violáceos tonos de añil bajo la pálida luz de la luna.
Parecía
dormido, pero las rendijas de sus ojos castaños estaban apenas abiertas, lo
suficiente como para admirar el entramado de estrellas del cielo; un mar mucho
más vasto que todos aquellos con cuantos soñase.
La
boca, breve y casi sin labios, todavía estaba manchada con el fresco fluido color
cobalto de la sangre de uno de sus prosélitos, un poema que él mismo había
diseñado y al que había llamado “Nuevo Mundo”.
Desde
que empezara a canibalizar sus propias obras, los poemas de sus padres —sus
primeras nodrizas— se habían ido alejando poco a poco de él, regresando a la casona
y a sus antiguas costumbres. Evitándolo, incluso.
Ahora,
únicamente sus criaturas se mantenían cerca de él, pero a una prudente
distancia; casi siempre escondidos de la vista de todos, rondando bajo el agua
del estanque plagado de plantas acuáticas, sobre los árboles o entre los
arbustos del parque. Y ninguno de ellos parecía querer entrar a la casa.
Eleazar
había hecho construir un canal que discurría desde el lago artificial hasta una
habitación completamente inundada dentro del hogar de los Rickman. Y un
laberinto de túneles y pasadizos de agua se abría camino por debajo y por
dentro de las paredes de la construcción, para que nada en ella le fuese ajena
a su hijo: desde la biblioteca, donde éste pasaba largas horas, hasta un tanque
en el laboratorio donde creaba febrilmente sus excéntricas poesías genéticas.
Éstas
eran una mezcla de la expresión más excelsa de su propio ser —fruto de un
talento aún más admirable que el de sus padres— y de su más básica necesidad de
supervivencia, pues el hombre-sirena sólo podía alimentarse de poemas vivientes.
Ada
se acercó a su hijo y se sentó en el borde del estanque, cerca de su cabellera
de cielo. A primera vista, ambos parecían tener exactamente la misma edad. Y,
por lo que los estudios mostraban, eso continuaría así por siempre. Connelly
había llegado al límite de su envejecimiento; otra herencia materna.
Las
agallas en el cuello del joven tritón estaban cerradas, bordeadas de un tono
azulado mientras utilizaba sus pulmones. Las delicadas y membranosas aletas
supletorias, en sus bíceps y en los costados de su cintura y espalda, se
pegaban a su piel seca como tatuajes de encaje violáceo. Sólo las translúcidas
y azulinas membranas interdactilares continuaban funcionales, extendiéndose y
contrayéndose entre los dedos de sus manos, a medida que el joven las movía
involuntariamente.
—¿Admirando
las estrellas, mi retoño?
La
voz de su madre sorprendió al muchacho, quien abrió del todo los ojos mientras
se limpiaba apresuradamente la boca.
—¡Mamá!
La
palabra, agria y ronca, salió de la garganta de Conn sin darse cuenta.
Y el
efecto de la palabra del joven sirena fue inmediato...
* *
*
Ada
había visto esa criatura antes, pero jamás de aquel modo.
No
le temía en absoluto, de hecho estaba familiarizada con todos los seres que
alimentaban a su hijo, y éste era una cruza extraña y particularmente dócil.
Connelly
había logrado generar una unidad espléndida en ese ejemplar, basada principalmente
en una piel grisácea repleta de parches alargados que guardaban el color de las
aletas de su creador. Pero lo que Nuevomundo unificaba era, en realidad, una
anatomía muy disímil: cuatro patas largas y finas apoyadas sobre dos dedos
articulados cada una. Un cuarto trasero que recordaba las coyunturas propias de
una langosta. Un torso erguido, poderoso, con el esternón de un felino de
carrera asomando por debajo. Y, finalmente, una cabeza de lo más extraña,
compuesta por un largo y ancho cuello que se doblaba hasta formar un cráneo. En
su frente se abría un orificio respiratorio que era, al mismo tiempo, un
aparato de fonación. El par de ojitos, muy pequeños y celestes, se ubicaban a
los costados; pero el remate lo constituía un puñado colgante de cinco largos pólipos
o tentáculos que funcionaban como fauces y como apéndices de manipulación.
Claro
que, ni Ada ni nadie, habían visto jamás a Nuevomundo de este modo. Es decir,
con más de veinte metros de altura, y en medio de una manada de criaturas
idénticas a él. Una verdadera familia, con crías incluidas.
El
sitio donde Ada se encontraba ya no era su casa, sino un bosque en un mundo
cuyos tres soles iluminaban el cielo con una luz blanca muy similar a la del
laboratorio.
El
bosque entero parecía estar ubicado dentro de una depresión en el suelo. Sus
paredes estaban revestidas de numerosas y tumultuosas caídas de agua. Los
formidables árboles que morigeraban la cegadora luz hasta hacerla soportable,
eran colosos de troncos tan verdes como sus hojas; gigantes retorcidos, con
ramas entretejidas que empequeñecían a los miembros del grupo de Nuevomundo, los
cuales se asían a ellas para comer extraños y enormes insectos.
—¡Querido!
—gritó ella, y los animales se volvieron para mirar al diminuto ente que los
había alborotado en medio de la ciclópea fronda silenciosa. Ella trató de
mantener la calma— Connelly, mi vida; por favor sácame de aquí, cariño.
Las
manos húmedas se aferraron a las suyas desde un agujero practicado en la trama
misma de la realidad. En ese momento, el universo entero se había combado a su
alrededor hasta formar una esfera perfecta que la contenía en su centro. Todo
lo demás: las criaturas, el bosque, los soles, se habían bidimensionalizado al
instante. Seguían vivas, sí, pero eran un fresco semoviente en la superficie
cóncava de la esfera-universo.
Ella
recordó sus sueños: ésta era la misma esfera de Escher, pero vista desde dentro
y conteniendo un universo en su interior. El hoyo que se había abierto frente a
sí era un escape de esa mónada cerrada.
Ada
se aferró a las manos palmeadas de su hijo, y sintió cómo el mundo se transformaba
a su alrededor, dándose vuelta como un guante; convirtiendo concavidad en
convexidad. Poco a poco, el extraño bosque en el hueco de ese raro planeta se
convertía en el parque que rodeaba su hogar. Cuando ya se hallaba en el jardín,
pudo escuchar el bramido casi ensordecedor de los Nuevomundos que quedaban
atrás, allá adentro de… ¿de qué? Y,
sin embargo, ella no había sido la única en vivir esa realidad, puesto que una
bandada de estorninos salió volando en cuanto el sonido de los colosos chocó
contra las paredes de la casona haciendo vibrar todos sus vidrios.
Cuando
Ada estuvo a salvo, Connelly se zambulló en el agua de inmediato, asomando sólo
la mitad de su tronco. Huyendo del calor abrasador de su madre.
El
agua desplegó el resto de sus estilizadas y tenues aletas.
El
muchacho tomó el dispositivo que pendía de su cuello y tecleó apresuradamente.
Del otro lado del cuaderno electrónico, Ada pudo leer el mensaje:
—Lo siento mamá Nomedicuenta. Te juro qe no quise
hablar. estuvisteen lapoesía de Nuevomundo.. yo me había alimentado dél hacía
unoss minutos.
La
muchacha-poema acarició el cabello mojado de su hijo-sirena, de su niño-hombre,
de su hombre-pez:
—Tranquilo,
mi vida, yo sé que no quisiste hacerlo. Tú no tienes ninguna culpa. Al
contrario —las manos de Ada sostuvieron el rostro de su hermoso hijo, y lo
obligaron a mirarla a los ojos con sus globos oculares enormes y húmedos tan
similares a los de su padre—. En verdad, lo que haces es prodigioso. Tú vuelves
realidad tus poemas para quienes te escuchan. Eres una verdadera sirena, mi
vida, un ser mágico que puede encantar.
—Y uno que nunca podrá hablar ni utilizar su
voz, si es que no quiere enviar a un mundo irreal a quien lo oye —tecleó
con más calma.
Ella
sonrió:
—O
sí. Si es que quien te oye desea viajar por tus maravillosos universos
interiores…
* * *
Connelly
no estaba acostumbrado a quebrar su mutismo. Hacía apenas unos minutos que
había estado sorbiendo la sangre de Distancia desde una de las cuatro tetillas que
se conectaban a las principales venas de esa criatura. Una disposición anatómica
que el muchacho había diseñado adrede en el cuerpo de su poema para que éste pudiese
alimentarlo más eficazmente.
Eleazar
había interrumpido a su hijo en pleno proceso de nutrición.
Conn
había estado recostado contra un poste de su habitación-piscina, dentro de la
casa. Distancia, semidesnudo, se hallaba a horcajadas sobre la poderosa cola
del tritón, la cual se extendía hacia adelante. Las manos del poema apresaban
la cabeza del muchacho, hundiendo sus dedos en los cabellos celestes, mientras
que las palmeadas manos del joven se asían a la espalda de su creación, a
medida que sorbía su sangre.
Al
parecer ambos hallaban placer en el proceso.
Cuando
Rickman entró por la puerta abierta, Distancia lo miró asustado con sus verdes
ojos de gato y, de un salto, trepó al alfeizar de la ventana. Entonces, el
hombre vio cómo el elfo de cabellos de fuego desaparecía tras unos matorrales
de aromáticas retamas, contiguas a la casa. Era la primera vez que tenía una
visión clara de uno de los más elusivos poemas de su hijo: orejas largas y
puntiagudas, cuerpo anguloso, la piel como de alabastro apenas si manchada con
un reguero fino de líquido azulado proveniente de una de sus tetillas. Un joven
muy bello.
Y hubiera
deseado no haber visto nada de eso. La forma que Connelly había elegido para subsistir
casi constituía una autofagia, puesto que sorbía la vida de sus propias obras.
Obras construidas únicamente a partir de su ADN.
El
muchacho había creado un número mínimo de individuos, los suficientes como para
sostenerlo con vida sin morir por desangramiento.
A
Eleazar eso le parecía una atrocidad, una tergiversación del rol del poeta y su
obra. Pero intentaba respetar la libertad creativa de su hijo, mientras éste se
mantuviese en los límites de lo humano.
Ada,
por otra parte, confiaba tanto en el muchacho, que parecía no darle importancia
a todo eso.
Ahora,
padre e hijo estaban frente a frente, incómodos.
Rickman
le había pedido a Conn que le hablase, que lo transportase a uno de sus mundos.
Que lo ayudase a comprenderlo:
—Eres
mi hijo, mi carne, y te amo. Esto es parte esencial de lo que eres y tengo que
vivirlo. Necesito saber más de ti. ¡Por el Elíseo! ¡Si has crecido tan rápido
que a veces creo que no nos conocemos en lo absoluto! Ayúdame a entenderte y a
que me entiendas.
El
soliloquio de Rickman era un solo de fagot. Madera rumorosa y metal. Un bajo de
aterciopelados sonidos que pugnaban por entrar en el corazón de su primogénito.
—No
importa lo que suceda. No importa lo que elijas para tu vida —Eleazar bajaba un
tono tras otro. Su voz era súplica y ratificación, a una—. Yo siempre te amaré,
hijo mío.
Connelly
suspiró sonoramente y, de pronto, pareció como si las paredes del cuarto
cedieran, combándose y volviendo a su lugar al compás de ese suspiro. Entonces,
tomó el cuaderno que pendía de su pecho como un collar extraño, y tecleó en él.
La pantalla, ubicada en el anverso del pequeño teclado, mostró las palabras:
—¿Es que no lo ves? Mi voz de sirena es el resultado
de llevar al extremo tu propia voz, padre. una voz cautivante y seductora como
pocas.
»Así como tú hipnotizas a tu audiencia, a tu no tan
metafórico modo; yo transporto a la mía, literalmente. no soy más que una
versión extrema de ti mismo y de mamá.
»Siempre me ha fascinado tu voz. Es hermosísima...
El
tritón dudó. Luego completó la frase:
—…padre.
Y,
al conjuro de la última palabra pronunciada audiblemente, el maestro de poetas
se precipitó en otro universo.
* * *
—A ver, ¿qué quiere saber?
»Soy cautivante y embelesador como mi padre, por eso
soy un hombre sirena.
»Soy bello pero “raro”, como mi madre, porque soy una
poesía hija de otra poesía.
»Soy cruel y amoroso con mis obras, a partes iguales,
porque por mis venas corre la sangre de Sir Vázquez. Lo que, hablando estrictamente
en términos genéticos, me convierte en el hijo de dos varones humanos. Y,
hablando poéticamente, en el vástago de un varón humano y una poesía fémina.
Puede elegir cuál combinación le gusta más.
Connelly,
sentado en la fuente que coronaba el estanque, tecleaba con parsimonia. Se
hallaba estratégicamente colocado entre las náyades y los tritones de mármol,
semejando una estatua más. El agua que caía, cantarina, bañaba constantemente
su cuerpo. La extendida aleta caudal, de miles de tonos de azul, parecía
cumplir tanto la función de cola de pavo real, como la de trampa.
El
periodista, que recibía las notas en su propio pad, intentaba concentrarse en
las letras, en las palabras escritas, para no mirar a su interlocutor.
El
joven sudaba profusamente. Ver al tritón era como sucumbir a un deseo que ni
siquiera sabía que existía.
Carraspeó,
se ajustó la chaqueta del traje gris claro. Con un gesto involuntario se
arregló la corbata de moño color borgoña, y luego se pasó la mano por los
cabellos color café. Entonces, sin alzar la mirada pero sintiendo la fuerte
presencia del poeta-poema, repreguntó:
—Ha
utilizado usted la palabra: “cruel”. ¿Cómo puede un poeta ser cruel con sus
obras?
En
el silencio del jardín primaveral se escuchaba únicamente el batir de las
frescas hojas de los árboles y el gorgoteo del agua de la fuente.
La
respuesta llegó al pad del hombre que estaba sentado en el borde de mármol rojo
del estanque.
—Del mismo y natural modo en que se suele ser
cruel con uno mismo, señor Goode.
El
periodista no resistió y alzó la vista. Era como si el hechizo de la sirena se
transfiriese a sus palabras escritas. Aunque sabía que eso era imposible.
Miró
al tritón en toda su gloria, más bello que las propias estatuas, y dijo en voz
queda:
—Puede
llamarme Benjamín, si así lo desea, señor Rickman-Blenders.
Connelly
sonrió, y sus afilados dientes se perfilaron claros y mortíferos en la
semipenumbra de la tarde: blancas y relucientes agujas.
Los
dedos volaron raudos por el teclado que el tritón ni siquiera miraba, con sus
ojos concentrados en los dos pozos color carey del periodista. Cuando la
respuesta llegó al dispositivo, el hombre tuvo que obligarse a bajar la vista
para leerla:
—No, señor Goode, no deseo llamarlo así.
Benjamín
se quedó pasmado, estaba acostumbrado a las respuestas protocolares,
políticamente correctas y socialmente establecidas, y aquello lo desconcertó.
Pero, antes que pudiera sacar cualquier conclusión al respecto, una nueva
transmisión llegó a su pad:
—Lo que en verdad deseo es llamarlo Rupert, ¿no
es ése su segundo nombre, acaso?
El
hombre sonrió y levantó la mirada. Asintió con un gesto exagerado, y no quiso
preguntar cómo era que el poeta sabía que la “R” de Benjamín R. Goode,
significaba ése y no cualquier otro nombre más común.
—Por cierto —agregó con una nueva
andanada de letras en su pad—, mi nombre
es Connelly. Y espero que, con el tiempo, Conn esté bien para usted.
Un
escalofrío recorrió la espalda del periodista. No sólo era una suerte de
orgullo ciego —como el de ser elegido por alguien tan brillante y famoso y
excéntrico—, sino que había algo de miedo en esa sensación.
Los
ojos del poeta-sirena lo miraban con autosatisfacción, como si el tritón
estuviese complacido por ambas reacciones.
Benjamín
cerró de golpe la libreta de notas y, mirando los nenúfares que se extendían
entre ambos, no pudo menos que recordar aquella poesía que había leído de
chico, el Hylas de Teócrito. El decimotercero de los Idilios.
Se
puso de pié, guardó la libreta en el bolsillo del saco y se dio media vuelta,
nervioso.
El
recuerdo de esa poesía había hecho que el escalofrío se tornara más intenso, y mientas
comenzaba a dar los primeros pasos en dirección a la casona, sus palabras
salieron con un volumen y una orla de desesperación mucho mayor que la que él
habría querido imprimirles:
—Se
está haciendo de noche, señor… Connelly. Será mejor que vuelva mañana temprano,
así podremos trabajar más tranquilos.
Una
risa corta se escapó de la garganta de Conn: el periodista sabía muy bien que
la noche era su elemento, pero él dejaría pasar el ridículo subterfugio. Era
obvio a sus ojos que, con este humano, tendría todo el tiempo que deseara. Todo
el tiempo del mundo.
Durante
el segundo que esa risa duró, Benjamín sintió como si la presión del aire
cambiase, como si los árboles se volviesen delgados y rojos, y el cielo de un
tono diamantino. También percibió, con absoluta claridad, como si miles de
seres que no pudo precisar pero que se olían
hermosos —romero, café y azahar—, se agolparan a su alrededor. Aquello sólo duró
un instante, pero fue lo suficiente como para que el hombre atisbara una ínfima
parte de la verdadera envergadura del poder evocador-poético del maestro
Connelly Rickman-Blenders.
Y
deseó más.
Mucho
más.
Ese
deseo lo asustó al principio; porque era claro que el tritón había dejado
“caer” esa probada de su poder casi como al descuido, pero completamente a
propósito. ¿Acaso quería volverlo adicto a su persona tal como lo eran sus
poemas, los seres de los que se alimentaba como un vampiro?
Sin
embargo aquello había sido demasiado fuerte y demasiado breve. Como ver, por
una fracción de segundo, el Elíseo en toda su gloria: suficiente para vivir toda
una vida anhelando regresar a él.
El
pad se iluminó con nuevas palabras:
—Por supuesto, Rupert; mañana temprano lo espero
aquí mismo.
Y
entonces oyó un estallido en el agua.
Benjamín
giró rápidamente, pero el poeta ya se había sumergido en el estanque que apenas
si agitaba a los cansados nenúfares.
Esperó
hasta que la superficie se calmó. ¿Estaría viéndolo desde debajo del agua? ¿O
ya se habría alejado nadando por los conductos que, según se decía, lo
comunicaban con toda la casa y con el Río Quebrado, más allá de la propiedad
del maestro Rickman?
De
pronto, desde el interior de un seto de rosas blancas, saltó un curioso ser.
Una especie de lagartija del tamaño de un gato, con seis patas rematadas en
manos humanas, y una cola muy fina y prensil. La piel, lechosa y pulida,
brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Tenía el inequívoco rostro de
una encantadora muchachita, pero sin cabellos ni cejas ni pestañas. Era como
una gárgola hermosa y perturbadoramente inquietante.
El
ser saltó sobre el estanque con una increíble cabriola propia de un trapecista
o un gimnasta. Por un segundo, mientras giraba en el aire, pudo sentir el aroma
a café, azahar y romero que la criatura emanaba.
Entonces,
con la velocidad de un tiburón, Connelly saltó fuera del agua y atrapó a la
criatura en pleno vuelo, sujetándola con sus fauces, y hundiéndose con ella en
el agua, muy silenciosamente.
El
corazón de Benjamín parecía querer perforar su pecho. El susto lo había
paralizado. Sabía que no mataría a ese poema, pero la ferocidad y el salvajismo
del ataque, la animalidad y el poder del mismo, habían sido demasiado.
Salió
corriendo por el jardín sin siquiera pasar por la casa. Trotó, como un chico
asustado de la oscuridad, por la veredita que se extendía entre tilos y pinos hasta
desembocar directamente ante el gran portón del hierro de la propiedad.
Cruzó
el umbral a la carrera y trepó al primer tranvía que divisó.
Esa
noche, en su casa, solo, se fue a la cama temprano y sin cenar. Era la primera
vez en semanas que no extrañaba a Vera desde la ruptura.
Más
tarde, cuando se hallaba en ese estado intermedio entre el dormir y la vigilia,
comenzó a sentir como si flotara en un lecho de agua; de profundas, frías y
oscuras aguas. Y soñó entrecortadamente, despertándose empapado en sudor para
asegurarse de que aquello no era cierto. Y el sueño era siempre el mismo: desde
las fibras de la tela de las sábanas emergía Connelly, saltando como un tiburón
sobre él, y arrastrándolo hacia esas aguas profundas y frías.
Lo
que más lo perturbaba era que, en el sueño, aquello era algo que lo aterraba y,
al mismo tiempo, algo que había estado deseando.
* *
*
Era
muy temprano, pero la bruma ya se estaba disipando.
El
fresco del otoño cercano se hacía sentir a pleno en esas latitudes, y Benjamín
se cerró el abrigo con fuerza. Debajo llevaba su único traje bueno, el de
verano, el gris jaspeado con el que hacía sus notas en el Teatro de la Ópera,
las presentaciones de libros y las entrevistas a artistas célebres… como
Connelly Rickman-Blenders.
Lo
llevaba porque sabía que, dentro de la propiedad Rickman, siempre era primavera
y no sentiría frío. Y porque sentía un regusto a revancha al poder usar algo
que le quedaba muy bien, frente a un ser que vivía aparentemente siempre
desnudo.
Mientras
mordisqueaba un croissant, iba sorbiendo —de su vaso extra gigante de cartón
con tapa—, el “moka cappuccino doble chocolate y canela”, tal como rezaba el
trazo de fibra negra que el empleado de Starboard
había escrito, junto a su nombre, al costado del vaso.
Caminaba
despacio, por el paseo de la ribera, costeando el Quebrado; el río oscuro y
lento que cruzaba la ciudad.
Parecía
como si no quisiera llegar al portón de rejas negras que se abría al
bosquecillo siempre verde.
—No
seas infantil —se dijo a sí mismo, y el vapor de su aliento formó volutas
burlonas frente a su rostro—. Estás dejando que otro loco artista egomaníaco te
maneje.
Cuando
al fin llegó a su destino, su determinación flaqueó y tuvo que empujarse a sí
mismo para entrar en la propiedad.
Arrojó
lo que quedaba de comida y el vaso vacío a un papelero en la vereda, y encaró
directamente hacia el camino adyacente que, sabía, conducía al estanque.
Al
llegar, un nervioso elfo de mirada de gato y pelo furiosamente rojo lo estaba
esperando bajo un tilo. Su voz era como un arrullo de alondras:
—El
amo dice que lo espera en el Ala Oriental del estanque.
Sin
siquiera explicarle dónde quedaba ese sitio, el ser se escabulló entre la
espesura. Tenía el pecho desnudo y, en lugar de dos tetillas, cuatro —una de
las cuales parecía lastimada, y de la que manaba un líquido azul-verdoso.
Mientras
se orientaba para averiguar dónde podía quedar el Este, Benjamín cayó en la
cuenta de que la sangre del elfo posiblemente no proviniera de una herida sino
de su función “nutricia” para con su entrevistado.
El
escalofrío de la noche anterior volvió a hacerse presente.
Cuando
logró orientarse, comprendió que el sitio adonde se dirigía lo alejaba cada vez
más de la casona y lo hundía en una espesura de plantas ornamentales mucho más
altas que él.
Retamas
y cañas y juncos formaban un laberinto vegetal sin caminos aparentes. Se dejó
guiar por el sonido del agua y llegó a una especie de torre. Ascendió por una
escalera de hierro subrayada con manchas de óxido, la cual rodeaba la
construcción de piedra como una especie de enredadera estilizada, y llegó hasta
su parte superior.
Cercado
por columnas triples de estilo gótico, que sostenían un techo alto y que se
hallaban unidas por barandales curvos de hierro oxidado, había un foso.
Era
un foso grande y de una forma caprichosa. Su boca estaba conformada por
cerámicas esmaltadas, algunas de colores terrosos y otras doradas a la hoja. Alrededor
del foso casi no había sitio para caminar, únicamente ese brevísimo zócalo
resbaladizo. Las piedras húmedas y mohosas de las columnas sobresalían en
basamentos escuetos y altos.
Benjamín
se sentó sobre uno de ellos y colocó sus pies entre los intersticios de un
barandal metálico. Parte de la extraña geometría del foso pasaba bajo sus
piernas.
Sobre
su cabeza, gárgolas hermosas y siniestras miraban, al igual que él, el increíble
paisaje que se extendía más allá de la copa de los árboles: media ciudad y la
desembocadura del Quebrado se divisaban envueltas en la doraba bruma del
amanecer.
El
sitio era mágico.
Suspiró
tranquilo, encendió un cigarrillo, y comenzó a fumar mientras saboreaba el aire
puro, el aroma a cítricos de su particular mezcla de tabaco, y el frío de la
ciudad que aquí escapaba al control climático del parque.
El
sol le daba de frente y él se hallaba sumido en pensamientos sin forma
definida, tal como la bruma allá en el límite entre el mar y el río, o el alimonado
humo de su cigarrillo. Tenía los pies firmemente apoyados en la base de la
baranda curvada, los codos sobre las rodillas y los ojos en el horizonte.
Reinaba
un silencio perfecto, sublime, que Benjamín agradecía como una caricia de pura
paz.
Exhaló
un círculo de humo y sonrió. Miró a la gárgola que tenía más cerca de él, y
preguntó, displicentemente:
—¿Naciste
así o él también tiene el poder de convertir a los seres vivos en piedra?
El
pitido del pad lo sobresaltó tanto que casi pierde el equilibrio.
Extrajo
el aparato de un bolsillo de su abrigo, y leyó:
—No soy una gorgona, Rupert; apenas soy un
tritón.
El
joven se sobresaltó todavía más y giró en redondo hasta que lo vio. A medio
emerger de las oscuras y profundísimas aguas que trepaban hasta lo alto de la
torre, en un escondrijo al que no llegaba la luz del sol, allí estaba Connelly.
—Lo siento, no pretendí asustarlo.
Benjamín
se reubicó mejor en la saliente, volteando un poco su cuerpo para enfrentar al
increíble ser que parecía brillar entre las piedras oscuras y mohosas.
—¿Cuánto
hace que está ahí?
La
voz del hombre resonó en el templete como si lo hiciera entre las paredes de
una catedral.
El
pad destelló:
—Desde que usted llegó. Pero no quise
interrumpirlo; se veía tan en calma consigo mismo que era un placer
contemplarlo.
»Quiero decir, que es hermoso ver a alguien que ha
alcanzado la serenidad, la paz interior.
Había
algo distinto en el poeta. Hoy no parecía ser el egocéntrico de la noche
anterior, el soberbio que pavoneaba sus capacidades y poderes frente a un
periodista pobretón que se esforzaba infructuosamente por realizar su nota.
Hoy
no parecía querer jugar con él.
Había
un dejo de tristeza. No, no era eso. Había un aura de profundidad en él, como
si la superficie brillante cediese ante el complejo interior.
“Cruel”, se dijo Benjamín a sí mismo,
“recuerda que así se caracterizó con total orgullo: cruel… y amoroso”.
El
pad vibró:
—Mi padre fuma en pipa. Y aunque el aroma es
totalmente distinto, usted y su cigarrillo me lo han recordado de pronto.
»Mi padre es un hombre que seduce sin proponérselo,
¿sabe? Sin siquiera darse cuenta de que lo está haciendo.
Una
de las cosas que Benjamín odiaba de este tipo de comunicación, era la ausencia
de inflexiones. Las inflexiones de la voz dicen tanto o más que la palabra
misma, y él no podía leer esas inflexiones en las frías letras electrónicas. ¿Aquella
última frase había llevado el sello del sarcasmo, de la melancolía o, tal vez,
del coqueteo? Sin inflexiones podía suponer lo que quisiera.
Se
quedó mirando el pad, sujetándolo con manos tensas. Estaba comenzando a
sentirse otra vez en desventaja frente a Connelly, otra vez en inferioridad de
condiciones.
Las
letras cambiaron:
—Duda de mí,¿no? Pero créame,Rupert, no hay cinismo enmí. No hoy, almenos.
Benjamín
alzó la mirada y lo miró a los ojos. La forma apresurada de escribir, las
equivocaciones, lo alertaron.
El
tritón tenía los ojos cansados, lejanos, brillantes. Veraces.
El
periodista se compadeció y bajó la guardia:
—No
crea que estoy en paz. Es sólo que este sitio puede hacerle olvidar a uno los
problemas en los que vive inmerso.
Connelly
sonrió y asintió con la cabeza. Al parecer compartían ése punto de vista.
El
hombre sirena nadó en absoluto y sobrecogedor silencio hasta la reja en la que
Benjamín había apoyado los pies. Se asió de los hierros, y con un movimiento
que pareció no conllevarle esfuerzo alguno, se elevó por fuera del agua hasta
colocarse sobre unas estriaciones que lo contenían perfectamente.
El
joven humano lo miró atónito: era enorme. Y era hermoso.
Apenas
se le secó el torso, sus aletas se replegaron hasta adherirse a su piel como si
fueran un dibujo sobre la misma. La parte inferior, mucho más larga que las
piernas de un humano, era fuerte y maciza, y de un azul cobalto maravilloso. La
cola extendida se veía, así de cerca, como un encaje fuerte lleno de cicatrices
brillantes; pero eso no la hacía menos magnífica. Benjamín se preguntó cómo se
las habría hecho. Pronto notó que había muchas más en su cuerpo. Largas y
nacaradas cicatrices que apenas si se advertían desde ciertos ángulos.
Las
crispadas manos del poeta se aferraron a la reja casi con desesperación, como
si ésta fuera una jaula, y lo irguieron hasta ubicarlo a la misma altura del
humano.
El
periodista notó las membranas azuladas entre los dedos brillando delicadamente
bajo la luz dorada de la mañana.
En
esa misma luz, el largo cabello sujeto en una trenza suelta, destellaba como
lenguas de fuego azulino.
Durante
unos minutos se quedaron en silencio. Los dos viendo el horizonte. Los dos
compartiendo un momento de paz.
—¿Qué
es lo que tanto anhela, Conn? —murmuró Benjamín entre dos pitadas, sin quitar
sus ojos de la lejanía.
—¿Es esto parte de la nota?
Ben
alzó los ojos nuevamente al horizonte y susurró, mientras refrendaba lo dicho
con un gesto de su cabeza:
—No.
El
suspiro fue audible. Las columnas del templete se retorcieron y volvieron a su
lugar, pero el humano no se asustó esta vez.
—Libertad.
Benjamín
rumió aquello por entre el humo del cigarrillo y el dorado del amanecer. Podía
sentir la respiración del poeta a su lado.
El
viento tejía sonidos extraños en la torre de piedra.
—Se
dice —murmuró Goode, al fin— que usted puede nadar por el Quebrado cuando lo
desea —hizo una pausa y luego agregó, mirando de lado al poeta—. Supongo que de
aquí a la Bahía Roja, y desde allí hasta el mar, sería cuestión de pocos
minutos para usted.
La
sonrisa del tritón lo sorprendió. Era como la de un niño travieso. Los dedos
comenzaron a teclear sobre el tablero, pero Goode no miró su pad, sino que se
concentró en esos dedos volando sobre las teclas. Se dijo a sí mismo que lo
hacía para conocer más a su interlocutor y lograr una mejor nota, y se rió por
dentro de su propia ingenuidad.
Connelly
le hizo una indicación de cabeza y Benjamín se apresuró, algo avergonzado, a
mirar la pantalla de su pad. Dio una larga pitada a su cigarrillo mientras leía.
—No esa clase de libertad, Rupert.
Benjamín
sintió otra de esas oleadas de orgullo al ver su nombre de pila en la línea de
diálogo. Siguió leyendo mientras soltaba el humo, y pudo escuchar cómo el
tritón trataba de aspirar fuertemente para captar el aroma de su tabaco.
—¿Recuerda cómo me definí ante usted ayer? ¿Recuerda
acaso algo que sea esencialmente mío?
¿Algo que no sea una referencia a rasgos heredados de mis padres-creadores?
»No son el océano o piernas lo que anhelo, sino la
libertad de ser yo mismo.
Benjamín
miró al poeta a los ojos marrones y acuosos. No podía creer que algo así le
sucediera a un genio como él. ¿Qué duda podía tener de su identidad quién era
capaz de crear lo que él creaba?
La
mano de Connelly se le acercó titubeante. La actitud era tan impropia de él,
que al humano le pareció irreal. Los dedos palmeados, surcados de finas
cicatrices nacaradas, se aferraron de pronto al cigarrillo que Benjamín sostenía
entre el índice y el mayor.
El
hombre-sirena lo miró e hizo un gesto leve con la cabeza, una suerte de pedido
de permiso. Benjamín comprendió y, con una sonrisa, soltó el cigarrillo.
La
sonrisa seguía en su boca cuando vio a Conn aspirar con rapidez y toser tan fuertemente,
que la colilla cayó al agua. No le importó que el universo se replegara,
durante un breve segundo, sobre un centro que los incluía a ambos; ni que,
dentro de ese círculo, creyera divisar aves rojas y verdes que volaban, como
cardúmenes de ceniza flotante, en un cielo ennegrecido. Con total tranquilidad,
extrajo otro cigarrillo del paquete, lo encendió con calma, le dio una profunda
pitada, y dijo:
—No
creo que haya muchas cosas que yo pueda enseñarle, Conn. Pero ésta es una de
ellas. Preste atención si quiere aprender a fumar, ¿sí?
Y
soltando el humo expertamente, le tendió el nuevo cigarrillo.
Hubo
algo de regocijo infantil en ambos cuando el bellísimo ser anfibio aceptó convertirse
en el alumno del humano.
* *
*
Esa
mañana, Benjamín corrió el tranvía que lo llevaba hacia la mansión Rickman. No
quería llegar tarde. Era la séptima jornada que había convenido en pasar con
Connelly a fin de realizar su nota periodística. Aunque la nota no había
avanzado una sola letra desde aquella primera mañana en la torre donde siempre
se reunían.
Se
bajó a la carrera en la esquina de Cuadrados y Amapolas, y caminó rápido la
media cuadra que restaba. El portón inteligente se abrió al reconocer su firma
dactilar, y Benjamín trotó por la vereda de tilos y pinos hasta dar con el
sendero que discurría hacia la torre.
El
maestro Rickman-Blenders había hecho bordear el camino con fragantes macizos de
violetas, para que el periodista no volviera a perderse. El aroma era exquisito,
sin embargo Goode sonreía por otra cosa. A esta altura de las circunstancias,
las violetas eran hermosas pero innecesarias. Él podría haber transitado
perfectamente aquel camino con los ojos cerrados, sin extraviarse.
Los
últimos veinte pasos los hizo a la carrera. Y a la carrera subió los escalones
de hierro que crujían bajo su ímpetu. Resoplando, trepó por entre las columnas,
miró agradecido a su alrededor comprobando que había llegado primero, y se
sentó en el lugar de siempre, junto a la reja que hacía las veces de mirador.
Se
había puesto el saco de cuadros marrones y el pantalón beige de lana, porque el
frío ya arreciaba; no obstante, ahora transpiraba por el esfuerzo. Mientras
trataba de componerse la corbata mirándose en el reflejo de las aguas oscuras
de la torre, divisó un par de ojos, y soltó una carcajada a medio camino entre
el regocijo y la derrota. Claro que no había llegado primero, Conn simplemente
no quería que se sintiera mal.
Los
ojos abiertos del hombre-sirena lo miraban, risueños, desde debajo del agua. Un
halo azul de cabello se extendía a su alrededor. Poco a poco, casi sin
perturbar el agua, y en un silencio sobrenatural, el tritón emergió del foso. Su
sonrisa de dientes de aguja, blancos como nácar, brillaba sin malicia alguna.
Se
miraron y empezaron a reír, en silencio uno y estridentemente el otro.
El poeta
se elevó hasta colocarse en su sitio preferido, y se recostó en la fría y
húmeda piedra. Goode supuso que, de poder pararse, mediría sus buenos dos
metros de altura. También se imaginó, brevemente, cómo sería nadar a su lado.
Por
un instante eso fue todo. Un estar sentados cerca, mirando la Bahía Roja y el
Quebrado, el sol naciente, y el horizonte tras el puerto desdibujado por la
bruma.
Había
jornadas en las que casi no hablaban, en las que sus miradas parecían ser
suficiente para entenderse. Connelly agradecía esos días porque lo hacían
sentirse como un igual respecto del humano. Días en los que Ben pensaba de sí mismo
como “Rupert”.
Hylas,
divagó Benjamín Rupert, eso es en lo que se había convertido. Y Conn era
Heracles y las ninfas en un solo ser.
El
maestro Rickman-Blenders estaba mirándolo con insistencia a los ojos, tratando
de adivinar sus pensamientos en sus expresiones; pero Benjamín no estaba listo
para decir todo lo que pensaba ni lo que sentía.
Cuando
el poeta advirtió esto, procedió a peinarse mientras canturreaba. Pero no semejaba
ninguno de esos seres de leyenda con sus peines de oro y plata, estilizadamente
sentados a orillas del mar; más bien parecía un tipo cualquiera, frente al
espejo, preparándose para afeitarse antes de salir hacia el trabajo.
El
azul ardiente de sus cabellos se adaptaba a sus dedos, quedándose dócilmente
tras su nuca.
Goode
tragó saliva cuando el pabellón que coronaba la torre pareció cobrar vida y
retorcerse sobre sí mismo al conjuro del arrullar de Connelly. Un par de
gárgolas de piedra salieron volando, dieron unas vueltas y regresaron a posarse
en el techo. Cuando el canto cesó, cuatro de ellas habían intercambiado
lugares.
¿El
poeta lo estaba acostumbrado de a poco a su poder? ¿Lo estaba probando? ¿O tal
vez castigándolo por su hermetismo?
El
tritón extendió una mano húmeda y el humano le tendió un cigarrillo; luego
encendió los de ambos. Fumaron en silencio por un largo rato, con la vista clavada
en el lejano y brumoso puerto.
Benjamín
comenzó a silbar. Era una canción antigua y rítmica, algo que había aprendido
de su abuela.
Cuando
habían pasado unos minutos se dio cuenta del efecto casi hipnótico que aquello
causaba en el hombre sirena.
—¿Nunca
habías escuchado silbar?
El
tritón negó con la cabeza y su cabello se derramó, luminoso y celeste, sobre
sus hombros. Los ojos del anfibio estaban muy abiertos, como los de un niño.
Entonces
Rupert comenzó a cantar para él aquella canción que hablaba de antiguas batallas,
de hombres que fumaban, bebían, soñaban y morían, y de islas que estaban
perdidas más allá del Quebrado, del Océano Procelario y del mismísimo Mar
Definitivo.
Cuando
terminó de cantar, Connelly tenía una mirada nueva. Algo que era tierno y terrible
a la vez.
Sin
dar ninguna señal que lo anticipase, el poeta se sumergió en el agua negra del
pozo.
El
humano se puso de pie de un salto, alarmado. ¿Había hecho algo mal? ¿Estaba
sucediendo algo en el predio?
Entonces,
el maestro Rickman-Blenders saltó fuera del agua con un movimiento grácil y
poderoso, se aferró a las solapas de Goode, y lo arrastró con él bajo el agua.
El
terror se apoderó de Benjamín, quien soltó todo el aire de sus pulmones en un
grito mudo. Las manos palmeadas se aferraron a sus brazos, inmovilizándolo en
su frenético pataleo. Luego, la boca de Conn se abrió enorme y dentada como la
de una lamprea; sus mandíbulas desencajadas. En la oscuridad, el humano sólo
veía retazos de imágenes pavorosas. La boca del tritón se cernió sobre la cara
del hombre cubriendo su boca y su nariz. Conn tuvo que golpearlo en el esófago
para obligarlo a inhalar, y cuando lo hizo, Benjamín comprendió que el poeta
estaba pasándole parte del oxígeno que sus agallas extraían del agua.
Goode
no pudo ver por dónde iban, sólo sentía que se movían muy de prisa. Las contorsiones
natatorias del cuerpo del hombre sirena eran bruscas y elegantes.
Entonces,
demasiado precipitadamente como para preverlo, Connelly dio un giro de noventa
grados, y se sumergió con el humano aferrado a sus manos y su boca; volvió a
dar una serie de giros, y emprendió una carrera hacia la superficie hasta
emerger con un salto colosal.
Rupert
sintió cómo ambos caían sobre una superficie firme pero suave. Aún así el golpe
en la espalda cimbreó todo su cuerpo.
De
pronto estaba tendido boca arriba entre unos pastizales muy altos. El sol de la
mañana le daba en la cara, el cuerpo le dolía y sentía algo agitarse a su lado.
Giró
y vio a Conn tratando de volver al agua, arrastrándose con sus poderosos brazos.
Benjamín saltó sobre él y lo obligó a enfrentarlo.
El
tritón estaba fuera de su elemento, y si bien era mucho más fuerte que el
humano, no podía hacer gran cosa para defenderse en la posición en que había
quedado.
—¿Por
qué hiciste eso? —gritó Rupert con desesperación.
Connelly
negaba con su cabeza en forma impotente. Sus ojos imploraban algo que el humano
no comprendía. Miró el pecho del poeta y vio que había perdido la tabla de
comunicaciones.
—¡Mierda!
—volvió a gritar el humano.
Se
tendió al lado del hombre sirena, en el denso y alto pastizal que crecía a orillas
del Quebrado. Conn también dejó de agitarse y comenzó a utilizar sus pulmones.
Benjamín
sacó el paquete empapado de cigarrillos, lo miró como si fuera un objeto caído
desde otro planeta, y lo arrojó lejos. Luego probó el pad, pero no funcionaba.
Suspiró frustrado.
La
ropa le pesaba y se le pegaba al cuerpo; además lo estaba enfriando, haciéndolo
tiritar.
Se
quedó mirando hacia arriba. La bruma del río se extendía como un techo sobre
sus cabezas. Algo intangible pero real que se arrastraba sobre ellos, recortando
las puntas más altas de los juncos y las espadañas.
El
tritón también tenía la vista clavada en ese río gaseoso.
—¿Por
qué hiciste eso? —gimió Benjamín.
Con
gran esfuerzo, Connelly dio la vuelta sobre sí mismo; luego, como un demente,
comenzó a arrancar el pasto que tenía a su alrededor, cortándose y rasguñándose
en el proceso. Cada vez que Goode intentaba detenerlo, él lo alejaba de un
manotazo. Por fin, escribió con la punta de sus dedos sobre el barrizal que
había limpiado: PORQUE TE NECESITO.
Benjamín
se arrodilló y se quedó viendo la declaración, temblando de frío.
¿Cómo
lo necesitaba?: ¿Como un amigo? ¿O, acaso, como él lo necesitaba?
Se
mesó los cabellos con desesperación e impotencia. Se sentía exhausto, incapaz
de desentrañar aquello.
La
niebla sobre sus cabezas se convulsionaba a medida que los rayos del sol la
calentaban y deshacían.
Benjamin
Rupert Goode se puso de pronto de pie, resuelto como nunca antes en su vida.
Aquí
no había crueldad, sólo dolor, pensó.
Tomó
a Conn por los brazos y lo arrastró hasta la orilla. Era fácil ver cómo se
había hecho las innumerables cicatrices que poseía, mientras las nuevas se
formaban. Pero el hombre-sirena se dejó arrastrar dócilmente.
El
anfibio pesaba más que él, y Benjamín luchó con todas sus fuerzas por
regresarlo al agua. Cuando por fin lo logró, y el joven poeta nadó con una
gratitud y una habilidad que dejaron pasmado al humano, éste comenzó a
desvestirse.
Conn
se quedó muy quieto cerca de la orilla, entre las cañas, viendo aquel proceso
como si fuese algún tipo de espectáculo sagrado.
Una
vez que se hubo desnudado, Rupert saltó al agua y nadó hasta donde estaba el
tritón.
—Tú
me enseñas tu mundo y yo el mío —dijo el hombre cuando estuvo a su lado.
Connelly
asintió exageradamente y se dispuso a tomar a Benjamín en sus brazos para
sumergirse con él otra vez, cuando el humano lo detuvo:
—¡No!
—aclaró con tono firme— Tú me muestras tu
mundo —dijo apoyando uno de sus dedos en la cabeza del poeta— y yo te muestro
el mío —agregó colocando la mano
palmeada del hombre-sirena sobre el sitio de su corazón.
Conn
se sacudió, asombrado. Sus ojos brillaron con una luz salvaje y dulce al mismo
tiempo. Su sonrisa de agujas se amplió más y más. Se llevó una muñeca hasta la
boca y mordió su propia carne. Un líquido azulado brotó, moroso y frío. Luego,
acercó la cara interna de su muñeca a la boca de Ben, quien retrocedió un poco
antes de comprender. Entonces dejó que el tritón le tomara la muñeca izquierda.
Cuando los finos dientes de Connelly se clavaron en ella, fue más ardor que
dolor. Pero, cuando sintió la succión, fue algo definitivamente erótico.
En
un arranque de coraje, Ben tomó la mano que el poeta le tendía y comenzó a
sorber el líquido azul, frío y salado. Era como un elixir. Y, cuanto más bebía
la sangre del anfibio, más sorbía éste su sangre roja y caliente.
El
tiempo pareció distenderse, escaparse, estirarse y llevárselo con él; hasta que
sintió la sacudida, la mano que le era devuelta cicatrizándose rápidamente. Conn
tuvo que luchar para que el humano soltase su muñeca, así de adicto se había
vuelto a su plasma, y luego lamió su propia herida para cerrarla. Entonces se
acercó a Benjamín y esperó.
Ambos
se miraban en silencio, flotando en el medio del Quebrado, quietos, aguardando que
el otro diera el primer paso.
Recién
en ese momento, Connelly pareció percatarse de que Rupert había aceptado aquel extraño
ritual sin comprenderlo. Lo justo era que fuese él quien continuara con esa
prueba de confianza mutua. Y así lo hizo.
Anhelaba
tanto saber qué escondía el corazón de ese humano cuya esencia aún paladeaba,
que dejó que Ben entrase en su mente como nadie antes lo había hecho. Ni
siquiera él mismo.
Tomó
el rostro del hombre entre sus enormes manos palmeadas, lo miró a los ojos, y
en un susurro de papel de lija y ansiedad, exclamó:
—Ven
conmigo, Rupert.
* *
*
De
pronto, el mundo se curvó a su alrededor. El agua del Quebrado, el cielo rayado
de sol, el pastizal de la orilla, la boca de la Bahía Roja y los jirones deshilachados
de la neblina; todo se proyectaba en el interior de una esfera traslúcida. Y,
detrás del cristal de esa esfera que era la realidad, Benjamín podía ver el gigantesco
rostro de Connelly mirándolo fijamente; su enorme mano izquierda sosteniéndolo
a él y al mundo contenidos en ese globo.
Pronto,
la esfera se opacó hasta convertirse en un entretejido de paneles de concreto
agrietado y vigas de madera vieja. Una enorme pero claustrofóbica jaula, tan
grande como un templo antiguo.
Goode
se hallaba sólo en medio de aquel recinto clausurado. Dio unos pasos intentando
entender aquel sitio, medirlo, interpretarlo.
Gigantescos
cuadrados de concreto en bajorrelieve componían la esfera, como un panal
aberrante. Las vigas, cuarteadas y blancas, se astillaban al contacto con sus
manos. Era como si un esfuerzo, arcaico e inconsciente, tratara de mantener una
estructura destinada a disolverse.
Luego
de dar vueltas por el recinto, Benjamín eligió un panel al azar y empujó. Pero
el concreto, avejentado y todo, era impenetrable e inamovible.
“No
así la madera”, pensó el humano, y arremetió contra ella.
Una
de las vigas que formaban los barrotes cuadriculados de esa jaula, comenzó a
ceder bajo la mano del hombre. Los trozos se deshacían tan fácilmente, que
pronto toda una sección perdió su integridad, causando que varios bloques de
cemento se precipitaran.
Benjamín
logró alejarse del derrumbe, y cuando el polvo se asentó, divisó una brillante luminosidad
que procedía del exterior.
Avanzó
por entre los escombros y emergió a un sitio familiar —aunque nunca hubiese
estado allí antes—. Un océano manso de aguas celestes se extendía hasta el
horizonte en todas direcciones. Las olas apenas si chapoteaban contra una vieja
estructura de cemento, una vereda semicircular al ras del agua. Inclinándose
poco a poco, a medida que se alejaba, había un camino que salía de ella hasta
hundirse gentilmente en el agua.
Alguna
vez la vereda había tenido altas barandas de hierro, pero ahora sólo quedaban unas
pocas varas oxidadas pintadas de amarillo y negro, nada más.
El
sol era intenso; la paz, inquietante. El agua brillaba de tal modo con la luz
del mediodía, que hería la vista. Sólo el chapoteo de esas olas pequeñas
turbaba el silencio.
Benjamín
se descolgó del boquete que había abierto en la esfera y saltó hasta la
estrecha vereda. Entonces se formó una figura en el sitio donde nacía el
camino. Era una niña, una chiquilla de no más de diez años de edad. Estaba
descalza. Vestía una remera blanca, shorts con flores rosadas y tenía el pelo, largo
y suelto, de un color que le recordó al humano el de sus propios ojos: carey
claro. Bajo su brazo derecho sostenía una perla del tamaño de una pelota de
vóley. Miraba fijamente el camino. O quizás el horizonte.
Ben
se acercó a ella, hablándole suavemente para no asustarla:
—¡Hola!
¡Niña! ¿Qué tal? Me llamo Benjamín ¿Dónde estamos, quieres decirme?
Ella
giró la cabeza, lo miró unos instantes en silencio y volvió a fijar su vista en
la distancia.
El
muchacho se aproximó un poco más a la chiquilla, observó el vacío horizonte y
la terrible soledad de aquel lugar sin límites, y se sentó en el suelo. Se dio
cuenta de que estaba vestido para la ocasión, como si encajara en ese sitio:
chomba blanca y bermudas celestes. Mientras sentía cómo la sucesión de olas y
su sonido lo adormilaban, tuvo una idea, y habló de nuevo:
—¡Hola!
Me llamo Rupert, ¿y tú?
Después
de todo, se suponía que estaba en un sitio nacido de la mente de Connelly.
La
niña se dio la vuelta, se sentó en el suelo frente a él, mirándolo con interés.
Una sonrisa cálida y aniñada se formó en ese rostro que, hasta hacía unos
segundos, había sido una máscara inexpresiva. Luego, haciendo rodar la
perla-pelota hacia él, respondió:
—¡Yo
también! Qué casualidad, ¿no?
Benjamín
recogió la perla perfecta y la contempló asombrado. Su propio rostro se
reflejaba en ella como en un espejo deformante y esmerilado. Volvió a ponerla
en el piso, la hizo rodar hacia la niña, y prosiguió con la extraña
conversación:
—Entonces,
¿te llamas “Rupert”?
Ella
asintió con la cabeza con mucho énfasis. El cabello carey bailaba alrededor de
su simpática carita.
Por
un momento, Ben quedó fascinado por ese cabello del mismo exacto color que sus
propios iris, y entonces comprendió. Una carcajada explotó desde su garganta.
La risa no paraba. ¡Aquello era demasiado literal!
—¿“La
niña de mis ojos”? —preguntó a nadie en particular. Pero la chiquilla sonrió y
volvió a asentir, muda. Entonces, Benjamín calló de pronto, asustado.
La
pelota rodó hasta él de nuevo.
—“Guárdame
como a la niña de tus ojos” —recitó él, con reverencia.
La
niña ya no hablaba, sólo gesticulaba.
El
muchacho volvió a mirar el mar que lo rodeaba… Tanta libertad abrumaba.
—Esperas
que yo te nombre, ¿no es así? —agregó él en un susurro—. Porque, en realidad no
tienes nombre, no hasta que yo te lo dé —la miró a los ojos azules y, más allá
de éstos, al ser que se escondías tras ellos—. Quieres saber qué atesora mi
corazón.
La
rubiecita volvió a asentir en silencio.
Benjamín
se puso de pie, con la pelota-perla bajo un brazo y le tendió la otra mano a la
niña. Ella se levantó y, sin soltarle la mano, lo guió por el pasillo que se
internaba en el océano infinito.
A
medida que caminaban, el agua los cubría más. Primero sus pies, luego sus
tobillos, sus rodillas, su cintura… entonces Ben la levantó en brazos para que
el agua no la tapara. Con el movimiento, la perla cayó al mar y se hundió.
La
niña había ladeado la cabeza, como esperando algo.
Con
la chiquilla en sus brazos, Benjamín tomó aire y, temblando en el agua helada, dijo
en voz fuerte y con un cierto alivio:
—“Connelly”,
así te llamas.
La niña
sonrió con dientes de aguja de coral, y saltó de sus brazos mientras desplegaba
detrás de sí una enorme aleta caudal, roja como la sangre humana, para hundirse
en el océano, tras la perla.
Rupert
permaneció un tiempo así, conmocionado y atónito. Aquello no era un sueño, pero
tampoco podía ser la realidad. ¿Qué poder tenía en realidad el poeta?
Comenzó
a desandar el camino y regresó a la vereda semicircular. Se sentó nuevamente en
ella, mirando el mismo punto indefinido que la niña había estado mirando, y se
quedó de ese modo, en silencio y sin pensar, por lo que le parecieron varias
horas.
El
sol del mediodía jamás avanzaba allí. O si lo hacía era terriblemente lento. El
tiempo parecía no tener sentido, las olas lo evaporaban en una monotonía
carente de medición posible.
¿Así
se sentía Conn? ¿O así se sentía él mismo? ¿Era ésta la libertad sin identidad?
Conocía
cuál era el mecanismo para volver de un “Mundo Rickman-Blenders”, tal como lo
llamaban los científicos que lo habían estudiado. Únicamente debía llamarlo, pedírselo,
y el poeta lo sacaría de allí. Pero aún no estaba listo para eso.
Dejó
pasar un tiempo más, un tiempo de tranquilidad infinita, y luego emprendió el retorno
a la esfera. Una vez en el interior de la jaula de madera vieja y concreto, se
dirigió al otro extremo y volvió a debilitar un cruce de vigas. Esta vez fue
más cuidadoso y el derrumbe menos espectacular. Apenas cruzó en umbral, lo
recibió otro paisaje de ensueño o de pesadilla.
Ahora
estaba sobre las copas planas y tupidas de un grupo de árboles. Eran unas
plantas delgadas y altas, posiblemente de más de treinta metros de altura.
Todas sus finas y nerviosas ramas terminaban en el mismo nivel, muy juntas
entre sí, y uniendo un ejemplar con otro hasta formar una sola copa delgada y
horizontal, un techo continuo y sin huecos, o mejor dicho, un camino sobre el
que él se hallaba.
A
pocos metros de distancia, el último árbol fijaba el final del exiguo sendero.
Abajo, a medida que se asomaba por los bordes, Benjamín sólo alcanzaba a ver
una bruma espesa y movediza, gris y opaca, que no permitía adivinar qué cosa
había en el suelo o si es que había uno.
El
cielo atardecido era de una tonalidad que iba desde el malva al morado, y
estaba cruzado por nubes como cintas color caramelo.
Miles
de pájaros negros pasaban volando bajo él, por entre las ramas, en un constante
chillido y canturreo y batir de alas que armaban gran alboroto.
Al
revés que en el otro paisaje, éste poseía un límite. Pero, al igual que en el
anterior, el infinito seguía presente. Si allá, en el mar, se había sentido
preso por tal infinitud, aquí se sentía libre en mitad de la finitud.
Una
mujer joven, envuelta en una túnica azafranada y con el rubio pelo recogido, se
hallaba de pie en el borde del camino hecho por las copas de los árboles. Tenía
una niña en brazos, tal vez de tres años de edad. Otra nena estaba arrodillada
a sus pies, con las manos en el piso; tendría unos ocho, calculó Benjamín. Las
tres miraban el horizonte, un horizonte tan inalcanzable como el oceánico.
Goode
se acercó a la madre y repitió su presentación:
—Buenas
tardes, señora, me llamo… Rupert. ¿Podría decirme dónde nos encontramos, por
favor?
Se
miró a sí mismo mientras avanzaba, una túnica morada lo cubría hasta los pies.
Se retiró la capucha cuando llegó junto a la dama.
Ella
le sonrió, había algo familiar en la mujer:
—¿Cómo?
¿Ya no te acuerdas de mí? —le dijo ella— ¡Si tú me pusiste un nombre, allá en
el mar, hace tantos años!
¡La
niña!
La
mujer le tendió la chiquilla que llevaba en los brazos y Benjamín la tomó en
los suyos. Era… extraña, algo
parecida a Ada Blenders, si debía reconocerlo, pero con una mirada diferente,
más dura, más sufrida.
La
otra nena se aferró a su túnica y él le acarició la cabeza con su mano libre. Tenía
algo de los rasgos de Eleazar Rickman en ella, pero los ojos eran tan plateados
como los de Serenidad, la célebre poesía del autor.
—¿Has
visto? —dijo la madre orgullosa— Por fin recuperé la perla. ¡Y más de una!
Entonces
se dirigió resuelta hacia el borde del camino.
—¡Espera!
¿Qué haces? —gritó Benjamín. Y tras dudar, agregó— ¿Qué hago?
Ella
se dio la vuelta y lo miró sonriente. Los dientes de coral brillaban rojos en
el sol de la tarde.
—Ya
tengo un nombre, y ellas no lo necesitan. Sólo debes… No lo sé… ¿Encontrarme?
Y
se arrojó al precipicio.
Benjamín,
conmocionado, corrió con las niñas hasta el borde.
La
mujer no se veía entre las ramas inferiores, y la bruma espesa ocultaba su
cuerpo si es que se había estrellado.
El
muchacho pensó en las chiquillas y se alejó del borde. No quería que se
asustaran o sufrieran, pero ellas estaban demasiado tranquilas.
La
más pequeña gritó entonces:
—¡Mamá!
—y su manito señaló un gran pájaro negro que se había elevado desde las ramas
inferiores.
Enseguida
las dos intentaron correr hasta el borde del camino de árboles.
—¡No,
no, no! —gritaba Ben con desesperación, tratando de retenerlas. Pero la fuerza
de las criaturas era inhumana y lo estaban arrastrando a él.
Asustado,
las soltó, y las dos chicas se pararon en el borde del precipicio tal como lo
había hecho su madre antes. Para su asombro, la pequeña salió volando, flotando
como si no hubiera gravedad. La mayor se dio la vuelta y le dijo a Benjamín:
—¡Papi!,
¿qué no te das cuenta de que es mamá? Ahora nos toca a nosotras buscarla a
ella. Tú todavía debes hacer más camino.
Y
entonces se elevó igual que su hermana.
—¡Vamos!
—le gritó desde el aire— No tengas miedo, síguenos. No te quedes atrás.
Rupert
se aceró al borde y, tentativamente, dio un paso. Un temblor sacudió el suelo
de hojas y, por entre la bruma, surgió un nuevo árbol que se elevó despacio
hasta que su copa se engarzó con las otras, continuando el camino unos metros
más.
El
hombre empezó a avanzar entonces más resueltamente, siguiendo al pájaro negro y
las dos niñas en su vuelo.
Cada
vez que llegaba a un límite, daba un paso hacia el vacío sin dudarlo, y un
nuevo árbol surgía, extendiendo el camino para él.
Hasta
que llegó a un barranco.
Entonces
el pájaro cobró más altura y luego se arrojó en picada, con las niñas detrás.
Tal era la velocidad de los tres seres, que se convirtieron en bolas de fuego,
en estrellas fugaces que se hundían en el abismo del barranco.
Benjamín
se arrodilló en el borde y miró. Y lo que vio lo dejó sin aliento. Allí abajo
se abría el universo.
Una
estrella rojiza teñía el espacio con su luz cobrizo-terracota, y un cúmulo de
asteroides danzaban justo frente a la línea de visión de Ben: desde guijarros
hasta montañas, flotando en una danza lenta y majestuosa.
De
pronto las tres mujeres, como pequeñas estrellas fulgurantes, se apagaron y se
fundieron con esa cohorte de rocas, perdiéndose en el laberinto de su órbita.
Goode
se sintió pesado, torpe, y volvió la vista sobre sí mismo. Un traje espacial lo
envolvía como un guante presurizado. El casco, enorme y con un visor ahumado,
le permitía ver la gigante roja sin quedarse ciego.
Sin
pensarlo dos veces, se arrojó al vacío.
Sin
embargo, no salió flotando tal como esperaba, sino que cayó sobre la cubierta
de una plataforma, como atraído por una fuerza magnética.
La
nave era enorme, y estaba acompañada por otras más pequeñas, las cuales iban y
venían portando material entre las rocas y la plataforma.
“Mineros”,
pensó él, “aquí descender es ascender, y ascender es descender… Mineros,
tesoros…”
La katábasis, se dijo, el descenso. Y recordó a Hylas, y su caída en el estanque: medio
arrastrado por las ninfas, medio arrojándose por propia voluntad.
Y rememoró
su viaje por el foso de la torre, su rapto en manos de Connelly, el beso de su
oxígeno que lo mantuvo vivo bajo el agua, el regalo de su sangre…
—El
descenso es el ascenso —murmuró. Y su voz sonó distorsionada y muy cercana en
el interior del casco.
El
universo se extendía maravilloso, a su alcance. Aquí no había límites pero
tampoco imposibilidades. Para esto había venido, en realidad. No para conocer a
Connelly, ni siquiera para entender qué sentía por él, sino para encontrar la
forma de liberarlo. Y era obvio, viendo este infinito interior, que la única
forma que Conn tendría jamás de ser libre era entrando en sí mismo.
Él
era el universo y el cinturón de asteroides y cada piedra que flotaba en él. Y
era más que la suma de todo eso.
De
pronto se dio cuenta, por primera vez, que el sitio en donde estaba era una
externación del poeta: él mismo afuera de sí.
Sonrió
y sintió su propio aliento cálido rebotar contra el cristal del casco y volver
a su cara. Estaba lleno de esperanzas.
—¡Conn,
amigo, ya es hora! —y el grito resonó opaco en sus oídos, mientras el traje
presurizado lo dotaba de coloraturas íntimas.
Estaba
en el medio de la más absoluta extensión interminable, dentro de un traje tibio
como un útero. Y cuando las manos palmeadas y húmedas surgieron desde el
agujero en medio de la nada, y tomaron las suyas, Benjamín sintió que estaba
naciendo de nuevo.
* *
*
—¡Es
la idea más descabellada que he escuchado jamás!
A
pesar de gritar, la voz aterciopelada de Eleazar seguía siendo tan seductora
como siempre.
—Al
menos, déjelo que se la explique.
Rickman
miró al periodista notándolo por primera vez. Su expresión decía: “¿Qué hace
usted aquí?”
Y
“usted” era poco menos que un insecto.
—Señor
Goode, esto es entre mi hijo, su madre y yo. No creo que usted tenga nada que
ver en este asunto; salvo que busque algún tipo de retorcida primicia.
Benjamín
enrojeció de vergüenza y de ira al mismo tiempo; pero no tuvo necesidad de
explicarse cuando la libreta de Connelly destelló en letras rojas:
—Él tiene TODO
que ver, padre.
Ada
miró al humano con curiosidad. Hacía tiempo que lo había reconocido. Era el
muchacho de las escaleras del Teatro de la Ópera.
¿Aquello
había sido una coincidencia o un juicio intuitivo? No lo sabía. Pero, lo que a Ada
le resultaba obvio, era aquello a lo que Eleazar estaba ciego: que su hijo tenía
una poderosa amistad con aquel hombre y que era correspondido en ese amor.
—Y,
¿quién te sacará de allí? —insistió el maestro Rickman, mientras ignoraba la
respuesta de su hijo y al hombre que tenía parado a su lado— Cuando alguien cae
en tu hechizo eres tú quien lo extrae de él. No hay indicios de que nadie pueda
salir por su propia cuenta, sin tu ayuda —de pronto la voz se había vuelto
pausada, persuasiva, dulcemente lógica—. Si tú eres quién está dentro, ¿cómo
saldrás?
El
rumor de los pinos mecidos por el viento tapaba los agitados cuchicheos de las
creaciones de Connelly, escondidas entre la vegetación. Sus decenas de ojos
estaban fijos en su creador, el cachorro de su sangre, el Baco de sus orgías de
vino de poesía. ¿A dónde se iría? ¿Los dejaría solos? ¿Cómo sobreviviría sin
ellos? El humano, el favorito de su creador, ¿acaso él lo mantendría con vida
al igual que lo hacían ellos?
La
respuesta del joven hombre-sirena destelló en la pantalla, bajo la luz de la
luna:
—Esa cuestión sólo puedo resolverla yo, padre.
Pero aún si no consiguiera salir, eso sería preferible a no vivir.
—¿“No
vivir”?
Era
la primera vez que Ada hablaba en toda la noche y su voz sonó dolida. No era
que se sintiera despreciada o herida por las palabras de su hijo. Al contrario.
Era más bien un reconocimiento doloroso de lo que ella había sentido alguna
vez. Hubiera deseado que él no tuviese que pasar por aquello pero, al parecer,
todos los hacían. Incluso, viendo el rostro del joven periodista, comprendió
que tal vez los humanos también.
Conn
no la entendió.
Su
tecleo dejó de ser sereno:
—Ustedes seconocen a travésdesus obras. Papá lo
hace con Serenidad u u Oscuridad, inclusocon Sombra. Tú has hecho a Espectros de vientos oa Cantar de una langosta, y ellos temuestran
quién eres. YO les muestro quiéneson,,
hasta cierto punto —se detuvo, respiró hondo, y prosiguió con más calma—. Pero mis obras no son mis espejos, son mi
alimento… ¿Cómo conocerme si estoy separado de mi propio mundo interior por mi
ego? —la mano palmeada del tritón se extendió hacia la del humano, y
Benjamín la tomó. Había algo allí muy profundo, notó Ada, algo que iba más allá
del hecho de ser amigos y del de ser amantes— Rupert
irá conmigo —prosiguió el lento y esmerado tecleo con su mano libre—. tanto si salgo como si no lo hago, él estará
a mi lado. Pero necesito que ustedes nos preparen, que nos ayuden a lograrlo.
Antes
de que Eleazar pudiera comenzar a exponer sus argumentos, la voz de Ada cortó
el aire:
—Tú
dinos cómo quieres que lo hagamos, hijo, y así lo haremos.
Luego
de aquellas palabras, lo único que se oyó fue el murmullo de las agujas de los
pinos y el borboteo del agua en la fuente.
*
* *
La
esfera de gestación era enorme, capaz de contener a una persona adulta. Estaba
llena de agua y descansaba sobre un trípode que se había ensamblado en el sitio
donde antes estaba una de las camillas de acero del laboratorio.
Benjamín
Rupert Goode, vestido con su traje de lana de cuadros marrones, estaba muy
quieto, reclinado contra una de las paredes azulejadas. Tenía tanta tensión y
nerviosismo contenidos, que parecía hallarse en total calma. Sus ojos estaban
fijos en el huevo transparente dentro del cual se enrollaba sobre sí mismo su
amigo y compañero.
La
aleta caudal estaba contraída, sus hermosos colores apagados bajo la brillante
luz. Se había cortado el cabello a la altura de los hombros, y ahora los
azulados mechones desparejos flotaban como un halo alrededor de su cabeza. Distancia
estaba pasando su mano por la superficie del huevo mientras Conn le respondía
el gesto desde dentro. El elfo parecía muerto en su palidez, bajo la impiadosa
luz del laboratorio. Él también había nacido alguna vez en ese sitio y a partir
del ser que estaba dentro de la esfera.
Al
principio, Benjamín había sentido un cariño débil por las creaciones de
Connelly. Cariño que a veces se convertía en celos salvajes, y otras en
admiración o piedad. Pero, con el tiempo, había logrado comprender que eran un
aspecto del propio hombre-sirena, una parte encarnada de él mismo, y eso había
logrado que los amase casi tanto como lo hacía su creador.
Distancia
había sido el último en alimentarlo. Aún había rastros de sangre en las cuatro
válvulas de su pecho. Con agilidad felina saltó por encima de los aparatos que
rodeaban el huevo y aterrizo en los brazos de Goode, escondiendo su cabeza bajo
un brazo de éste.
El
hombre acarició la cabellera escarlata y trató de calmar el llanto silencioso
de la criatura. Entonces el elfo se pasó la mano por el pecho, recogió parte de
su sangre verde azulada, y pintó con ella los labios del humano. Luego, con
sólo tres grandes saltos, salió del laboratorio.
Rupert
entendía ese gesto. Desde hacía un tiempo él era capaz de alimentar a Conn
gracias a la mezcla de sangres que habían efectuado, y al arte de Eleazar. Ahora,
de ser necesario, él podría mantener con vida a su compañero cuando estuviesen
donde fuera que iban a dirigirse.
Eleazar
terminó de ajustar los controles y afinar los cálculos. También dispuso las
máquinas para que trabajasen solas, puesto que ni él ni su esposa podían estar
presentes en el laboratorio, o se verían arrastrados al otro mundo.
Ada
le dio un beso largo al cristal que contenía a su bebé sirena adulto, a su
hijito amado, y Connelly le sonrió con una amplitud y un gozo casi inocentes.
Casi carentes de miedo o pena.
El
maestro Rickman pasó su brazo por el hombro de Ada y ambos se quedaron viendo a
su hijo. Ya había pasado el momento de las objeciones o de las dudas, ahora no
había más nada que decir.
Los
tres sabían que se amaban mutuamente, de modo que, en silencio, los padres se
despidieron de ese hijo que iba a nacer, a crecer, por segunda vez.
Cuando
el laboratorio se quedó vacío, se oyó el profundo y fuerte suspiro de Benjamín.
Lentamente éste se acercó a la esfera y apoyó ambos brazos y manos en ella,
como conteniéndola.
Temblaba.
—Y
bien, ¿qué palabras has elegido para transportarnos a tu mundo? —dijo con una
media sonrisa tensa— Tú y yo sabemos bien lo que sentimos el uno por el otro.
No me vengas con cursilerías, ¿sí?
La
risa de Connelly, aún bajo el agua, provocó una resonancia en el tejido
espaciotemporal del laboratorio. Una de la que, por primera vez, y gracias a la
modificada esfera de gestación, el propio Connelly fue consciente.
El
tritón tembló ante esta sensación. No creía que pudiese ser tan fuerte. Sus
ojos asustados se aferraron a la mirada de Rupert, y ésta volvió a él cargada de
confianza, seguridad y amor.
Connelly
abrió la boca tentativamente varias veces… A veces ensayaba un “te amo” que
hacía sonreír de orgullo a Benjamín. Otras, era “Rupert” lo que esbozaban sus
labios, y el joven hombre sentía vibrar todo su cuerpo de emoción. Por fin,
cerró los ojos, inspiró por sus agallas con fuerza, y cuando miró de nuevo a su
amigo, dijo suavemente entre burbujas de aire:
—Gracias.
Y
ambos desaparecieron en el interior de una esfera autocontenida.
Este cuento fue publicado por primera vez en Axxón # 257, con magníficas ilustraciones de Daniel Vazquez y Paula Andrade.
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