Un Cuento Completo


Este es el primer cuento del libro (si acaso una novela corta), y también un cuento muy querido para mí. Creo que nos enfrenta con la esencia última del escribir. La cual, tal vez, sea la esencia última de todo: amar.



LA POÉTICA DE LAS SIRENAS

 Para Daniel y su maravilloso arte.
Y para su primogénito, parte de ese arte.

GRABADO DE INÉS SAUBIDET


 “Las sirenas poseen un arma aún
más letal que su canto: su silencio…
Y aunque es improbable que sucediera alguna vez,
es posible que alguien haya logrado escapar de su canto;
pero de su silencio, ciertamente, jamás.”
Franz Kafka, “El silencio de las sirenas”


El sonido de su voz era amaderado y profundo, como el de un fagot. Lo justo como para ser aterciopelada, sin dejar por ello de ostentar una nota sutilmente áspera. Hablaba suavemente y en forma pausada. Había intimidad en la manera de pronunciar sus frases parsimoniosas, de estirar las oraciones, de estancar densos silencios. Chasqueabas las “t” y silbaba levemente algunas “s”, empastando otras; mientras que las “p” se ahogaban junto con unas aristocráticas “r”. Particular interés despertaban sus “k” finales, siempre detenidas en un abrupto estallido sordo.
Su acento británico embelesaba, prendido en su lengua y sus dientes y sus labios, logrando un efecto hipnótico y relajante capaz de despertar en su interlocutor una mezcla de confianza natural y sensualidad lúbrica.
La luz se derramaba generosa y tangible, a través de los cristales repartidos que ostentaba la ventana ubicada a su espalda. El biselado jugaba con la claridad del amanecer y los tonos verdes que las hojas filtraban, dividiéndola caprichosamente con pequeños acentos de tornasol. El polvo en suspensión nadaba plácido en las corrientes de luz que descendían desde el alto respaldo del deslucido sillón de tela borgoña, hasta una alfombra cansada ya de sus ocres y celestes.
Eleazar Rickman. De unos imprecisos cincuenta años de edad. Alto. Delgado. Con su pelo fino veteado de gris y bronce, y sus ojos color tabaco. Vestido con su eterno cardigan de tonalidad pistacho y su porte de sangre azul. Un seductor involuntario, completamente ignorante de esta influencia suya ejercida indiscriminadamente tanto sobre mujeres como sobre hombres.
Eleazar Rickman. Poeta genético. Rodeado siempre de sus creaciones unánimemente hermosas y melancólicas —incluso aquellas que podrían, objetivamente, considerarse “feas”.
Ése Eleazar Rickman, estaba dando una clase de poesía nucleica para un selecto grupo de alumnos que, sentados en la alfombra, no sabían si escucharlo, enfocar su mirada en las excelsas criaturas que se paseaban por la biblioteca, o adorarlo como a un dios.
—En la seguridad de las transgresiones establecidas se camina sereno, ¿qué más se puede hacer? Pero en... aquellas sendas que no lo son, cuando el empalme es... inadecuado... allí se abre la veta que la tímida y caprichosa Uracilo nos tiene reservada más allá de sus puentes de hidrógeno...
Una figura blanca, longilínea y etérea, estaba sentándose a un costado de su creador. De cerca, la piel era de la misma sustancia que las perlas, pero casi tan sutil como una gasa. Varias capas de esta piel se superponían, manteniendo entre ellas verdaderos mapas de venas azules, verdes y violáceas. El efecto era fascinante y algo tétrico. Las capas se deslizaban, como flotando, a medida que el ser respiraba a través de pequeñas agallas disimuladas aquí y allá. Sus ojos —dotados de pupilas de diferentes tonos de blanco, e iris de polvo metalizado en constante movimiento—, rodeaban su cabeza como una diadema. Dieciséis en total. Uno al lado del otro.
Cada respiración era como un susurro, y el ser susurraba por sus mil agallas. Y cada susurro era como la levitación de un velo nacarado entretejido de azules, violáceos y verdes.
No había boca visible, sólo una filigrana de arabescos semovientes de color azul eléctrico. Y las filigranas mutaban en patrones tan hipnóticos como la voz de su hacedor. Porque, Eleazar Rickman no vertía su poesía en palabras, sino que les daba vida, las convertía en seres de carne y hueso.
El poeta bajó su mano y acarició la cabeza de su obra maestra: “Serenity walks in beauty, like the landscapes of syrup and salt”. Bajo su roce, las escamas de la coronilla se desplegaron en millones de blancas cintas que se enredaron en sus dedos, perfumando a mar y pachulí la biblioteca.
Lo agrio y salado, unido a lo amaderado y alcanforado, hicieron llorar de emoción a más de un estudiante.
La criatura dejó que su dedo se estirara varios centímetros y recogió una de aquellas lágrimas. Al contacto, un aroma de miel, limón y benjuí (avainillado y lácteo), emanó de su uña de plata. Recogió el dedo, que ahora olía a resina de pino y cassis, y apoyó su cabeza contra la pierna del maestro Rickman.
—Serenidad es capaz de leer nuestros aromas y enamorarse. ¡Cuidado!, no querrán romper su frágil corazón —esbozó una sonrisa triste mientras recomenzaba las caricias, y agregó—. Lo último que captaron es mi olor, mi “esencia” según él. Por algún efecto secundario no planificado de su empalme genético, parece amarme con desesperación... pero eso no obsta para que pueda amar a otros. Por eso lo doté de uñas de titanio y una notable fuerza: para proteger su fragilidad. Así que, repito... cuidado.
La advertencia murió en un susurro.
El maestro abrió un libro de cubierta de tela verde con grabados en oro, una exquisita edición Moxon de 1870 con dibujos de Madox Brown, y prosiguió su lección: “Byron desoxirribonucleico”.
Como si hubiese sido llamado, un ser hecho de pura sombra comenzó a rondar al pequeño grupo. Era una oscuridad tan profunda y opaca que parecía tragarse la luz. No tenía una forma definida, pero era definitivamente femenina. Y sus ojos brillaban en negro sobre negro.
Rickman señaló la figura como al descuido y dijo:
—No es una traducción, no puede serlo nunca... las traducciones son recreaciones, sí, pero aún están... o pretenden estarlo... demasiado apegadas a la esencia primaria del texto... Tampoco es una... materialización simple y literal del poema... o, como se imaginan, el mundo se acabaría...
Un murmullo entre los alumnos confirmó que éstos habían comprendido que la criatura-poema en cuestión era “Darkness of the Universe”, otra de sus creaciones basadas en Byron. Mucho se había comentado, cuando trascendió la noticia de este trabajo suyo, acerca de si el maestro la dotaría de algún virus mortal para mantenerse fiel al espíritu de la obra. Por supuesto que el maestro había descartado tan descabellada idea; pero no porque fuese algo desatinado o éticamente reprobable, sino porque la literalización le parecían un crimen artístico.
—Muy por el contrario—prosiguió—, Oscuridad es una reinterpretación... una reinvención de la reinvención textual que yo efectué respecto de la visión de Byron... Verán... es imposible ver lo que otro contempla tal como él lo ve. Nunca sabremos qué es lo que saboreaba Byron realmente en su poesía, sólo podemos ver a Byron tal cual somos, jamás tal cual fue... Oscuridad es Byron según Rickman...
En ese momento, la criatura extendió unas alas inmensas, desmesuradamente largas, repletas de plumas tan negras que parecían fagocitar toda la luz del recinto. Entonces, miles de diminutas partículas refulgieron como estrellas entre sus barbas, durante apenas unos breves segundos, para luego apagarse lentamente. El efecto era tan sobrecogedor que acentuaba la oscuridad final.
—E, incluso —completó el maestro—, Oscuridad es Byron, según Rickman, según... —en ese momento instó, con un gesto de su mano, a que una de las estudiantes diese su nombre.
—A... Ada... —tartamudeó sorprendida la joven—. Ada Blenders, maestro.
Eleazar enarcó una ceja y reprimió una sonrisa:
—Según Blenders, entonces —Oscuridad plegó sus alas hasta convertirlas en una especie de capa, idéntica a la de una de las pesadillescas novias de los cuadros de Ernst, y se acercó a la jovencita. Sobre su cuerpo femenino, azabache y desnudo, su rostro de búho era inescrutable. Se arrancó una de sus plumas y se la tendió a la estudiante. En el momento en que la titubeante chica asió el cálamo, la pluma transformó su color negro opaco en un bermellón vibrante plagado de tonalidades naranjas y fucsias—. ¿Comprende usted?
La chica pasó la pluma a otra persona para que la admirase, pero se deshizo en una miríada de pequeñas barbillas sueltas y grises como la ceniza.
—¡Ah, pero recuerden! —agregó casi jocoso Rickman— Es su punto de vista, el de nadie más... Y usted, mi querida niña —dijo dirigiendo su mirada a la jovencita—, parece haber sido creada para la poesía genética: ¿Ada? y ¿Blenders?... El nombre de la hija de Byron, el apellido de un “mezclador”, un  empalmador...
La muchacha sonrió, sonrojada, y luego respondió en voz apenas audible:
—Soy la hij... la obra de Sir Vázquez, maestro.
 La faz del poeta se enterneció de pronto:
—Lo sé, querida niña, lo sé. No todos los días el poema viviente de un amigo viene a tomar clases conmigo. Te vi nacer hace... ¿cuánto? ¿Veinticinco años, ya?... ¡Sí, veinticinco años! La obra maestra de Sir Károly Vázquez, claro que sí —luego giró su rostro hacia su blanca y vaporosa creación arrodillada junto a su pierna—. ¡Ella podría ser tu hermana, Serenidad!
La criatura se levantó de pronto y se sentó junto a la chica, asiendo su brazo. Todo a su alrededor olió, de pronto, a una delicada mezcla de pimpollos de rosa, ruibarbo y pan de jengibre.

* * *

Cuando la lección terminó, los estudiantes se fueron levantando casi a pesar suyo. Nadie quería irse sin expresar algo, pero la mayoría temía decir una estupidez frente al genial hombre. Claro que siempre estaban los suficientemente engreídos como para suponer que tenían algo brillante que decir (usualmente una obviedad o una trivialidad), o aquellos que habían ensayado su declaración de admiración y ahora la recitaban titubeantes. Y también había quienes se alejaban despacio, como esperando que el sabio los reconociese y los elevase de su anonimato, convalidando su existencia como escritores.
Pero Rickman, usualmente divertido con todos esos clichés de la socialización académica, hoy no tenía tiempo para las inseguridades propias de los estudiantes. Alcanzó a Ada antes de que ésta se escabullera, tímida, por la puerta de la biblioteca, y la invitó a tomar el té.
—Una suerte de brunch, me temo —aclaró el poeta. Y la palabra "brunch" sonó en su boca como si un imperturbable diamante hubiese implotado en algo acogedor y cálido.
Mientras las creaciones del poeta salían a pasear por unos jardines de calculada negligencia, o se arrastraban por las habitaciones de la casona, Eleazar Rickman condujo a la joven-poema hacia un salón desde el que se podían divisar unos árboles eternamente primaverales —gracias al arte de su dueño—, y junto a una mesita que exhibía austeros pero delicados manjares.
—¿Gustas, Ada? —dijo tendiéndole un plato de porcelana con pequeños tompouce y baklava.
La muchacha asintió, y tomó un diminuto rectángulo de color rosado.
El poeta sirvió el té en silencio. Sobre el rumor de las hojas de los árboles, se oía el respirar ansioso de Ada y el tintineo de la porcelana.
Rickman tomó un trozo de fruta confitada y sorbió un poco de su té con leche, mientras miraba a la muchacha:
—¿Por qué no “Ada Vázquez”? —la voz del hombre apenas si quebró el silencio en un ronroneo, pero la joven se sobresaltó de todas formas.
Él conocía perfectamente la respuesta, pero quería saber qué explicación le había dado su amigo a la chica.
Hubo un sonrojo inicial y una palidez subsecuente, algo que acongojó el corazón del poeta y lo hizo arrepentirse de su curiosidad.
—No por mi causa, maestro —Ada hablaba sin levantar la vista del ambarino líquido que llenaba su propia taza—. Pero tampoco es culpa de mi... supongo que ante usted podría decir “padre”, porque así lo siente mi corazón —con un gesto delicado se encogió apenas de hombros—. Creo que él no puede verme como a una hija porque sencillamente no soy humana. Y no lo culpo; es más, lo comprendo.
Un “Oh” ahogado, surgió del fondo del pecho del poeta.
—Pues eso es una injusticia, señorita Vázquez.
La muchacha sonrió con gusto, con auténtica felicidad ante la caballerosidad de Eleazar.
—Mi creador me dijo que usted era un hombre muy bondadoso y leal con los amigos.
Una suave risa de bajo pareció retemblar las maderas de la habitación:
—Y por eso tengo pocos. Tu creador, querida niña, no sólo es mi amigo, sino que fue mi... mentor. Le debo mucho —por un momento, sus ojos se perdieron en algún recuerdo lejano. Luego, súbitamente, se enfocaron en el presente que sonreía frente a él—. Y ahora supongo que al fin tendré la dicha de poder pagar una ínfima parte de mi deuda de gratitud para con él... en su creación... Claro está, si es que aceptas ser mi pupila...
Ada tosió ante la noticia. Estaba preparada para que el maestro Rickman le preguntase por su hacedor, o por su propia poesía; pero como una cortesía hacia un amigo. Jamás hubiese soñado con algo así.
—Pero yo, maestro, yo no soy una persona. Yo tan sólo sería...
—…poesía, haciendo poesía. —completó el caballero.
Terminaron el té en silencio. Había también platos salados, pero no los tocaron.
Rickman no podía quitar sus ojos de la joven de cabellos achocolatados y piel blanca, que se estiraba inconscientemente las mangas de su polera roja sobre las manos, hasta cubrírselas.
Ella admiraba el parque mientras trataba de evitar —con variable éxito— posar su mirada directamente sobre el célebre autor.
Había algo en la atmósfera que rodeaba al hombre que la hacía sentirse a gusto, protegida, tranquila. Era como estar frente a un hogar, o junto a una fuente de agua. Únicamente podía sentirlo, no había palabras para ello. El silencio era tan agradable junto a él.
La voz de terciopelo la despertó mansamente de su ensueño:
—¿Querrías ver el parque, Ada?

* * *

Que el aire de la primavera olía a gloria, eso pensó Eleazar Rickman; a árboles reverdecidos y césped recién cortado. Que aquello era una delicia, un rebosamiento de la vida vegetal, la más prístina y genuina; y que la muchacha encajaba en ese sitio a la perfección.
El poeta aspiró profundamente ese aire de paraíso terrenal. La frescura del viento traía y llevaba los aromas del jardín, y el sol apenas si lograba entibiarlo.
Se quedó observando a Ada con detenimiento, mientras ella paseaba admirando los pimpollos que aún no habían abierto. Verla no consistía únicamente en la contemplación de un delicado poema orgánico, sino en el deleitarse en una hermosísima mujer.
Vázquez había insistido en que fuese plenamente humana, en que sus elementos simbólico-poéticos no radicaran en su cuerpo sino en su psique. Bueno, en realidad Károly había dicho: “en su alma”. Ahora Rickman estaba agradecido de que la voluntad de su amigo se hubiese impuesto a la suya. Muy agradecido.
Ada era de estatura mediana, delgada, de cabellos lacios y largos tan marrones que parecían negros, salvo cuando el sol los iluminaba directamente. Su piel era blanca pero rozagante. Tenía, bajo unas espesas cejas, los ojos del color verde hierba más impactantes que el maestro recordara. Siempre parecía estar a medio camino entre el recato y la felicidad pura. Su sonrisa era fácil pero auténtica, formada con unos labios no muy carnosos pero perfectamente dibujados, oferentes. Su rostro era un óvalo delicado, de nariz corta y recta. Y su cuerpo…
—¿Cuál es ésta?
La voz de la muchacha interrumpió sus cavilaciones.
Eleazar se le acercó, caminando con las manos a la espalda, y respondió en forma demorada con su voz cautivante de fagot:
—Eh… creo que son… peonias —dijo formando exageradamente cada sílaba con la precisión de un coreuta—… Sí, peonias.
Ella sonrió como una niña:
—¡Son hermosas!
Él extendió su mano y rozó apenas el cabello de Ada. Ella ni siquiera lo notó.
El poeta se reprendió a sí mismo por tamaña tontería, y retrocedió varios pasos en dirección a los pinos y los tilos en flor. Sus fuertes y maravillosos aromas lograrían centrarlo, pensó.
Ella trotó a su lado, lo sobrepasó, y se sentó en el suelo, bajo un tilo.
—Gracias —exclamó la muchacha con el rostro iluminado por la alegría—, esto es tan hermoso… Lo sé, no dejo de decir esa palabra. ¡Pero es que lo es! Es como otro mundo, un refugio, un universo diferente lleno de vida.
Eleazar, de pie, se recostó contra el tronco de un pino. A su sombra hacía frío y él se envolvió los brazos. No podía dejar de mirar a Ada.
Era tan sencillo sentirse atraído por ella, por su juventud, por su vitalidad, por su belleza. Y para él era tan simple el desearla; porque no sólo era una mujer, ¡era, literalmente, un poema! ¿Y qué otro destino más sublime podía existir para un poeta que el de dejarse enamorar por la poesía hecha carne?
—¿Por qué has venido a mí, Ada?
La pregunta era simple pero escondía tantos niveles en su mente, tantos significados. Era el interrogante directo por un motivo, pero era también la desconcertante inquietud ante el destino, ante la irrupción de la joven en su vida. Incluso era el cuestionamiento existencial del propio ser de esa mujer-poema.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, tal vez intentando leer esas capas o tratando de captar la intención del poeta: ¿aquello era un reproche o simple curiosidad?
—Maestro —la voz de la joven era cristalina, hecha de sol y de verde—, ¿podría contarle un sueño?
Rickman asintió, intrigado, y se deslizó dificultosamente por el tronco del pino hasta sentarse él también en el suelo. Las articulaciones le crujieron más fuerte de lo que hubiese deseado, y emitió un leve quejido cuando su cintura tomó la forma del hueco entre el tronco y el suelo cubierto de agujas de pino.
Ella era joven, pero él ya no, pensó. Sin embargo la muchacha no parecía notarlo y eso le daba la ilusión de compartir su vitalidad en el cuerpo, tanto como lo hacía en el espíritu.
—Sucede cada noche desde hace casi cinco años, pero recién hace poco tiempo se lo conté a mi padr… a mi creador —se corrigió a sí misma.
Eleazar sabía perfectamente el verdadero origen de aquel titubeo. Uno que la propia chica desconocía.
Vázquez jamás había querido que ella se considerase su hija, no por crueldad, sino por una única y poderosa razón: estaba enamorado de su poema viviente, tanto como Pigmalión de su estatua.
Que supiera, y según las cartas de su amigo, Ada nunca se había enterado de esos sentimientos, ni debería hacerlo jamás.
Había algo trágico en todo aquello, algo de lo que él mismo era testigo. Aunque la chica había nacido así, plenamente formada y adulta, ella inmediatamente había visto a Károly como un padre. Y cuando Vázquez lo notó, transido por el dolor, decidió evitar cualquier tipo de demostración de cariño hacia, o de parte, de ella.
Por eso Ada ni siquiera llevaba su apellido.
Eleazar no podía imaginarse viviendo veinticinco años junto a alguien tan deseado y tratarlo con una cortés indiferencia. Aquello debió haber sido una agonía para su amigo.
Y también una desconcertante zozobra para la pobre muchacha.
—… entonces levanto la mano y sostengo la esfera de metal pulido frente a mi rostro —la chica estaba hablando y Rickman intentó concentrarse nuevamente en lo que decía—. Y lo que veo allí, maestro, es algo muy extraño. No siempre es lo mismo. Sé que debería ver mi rostro y el sitio que me rodea, conozco la obra de Escher, pero nunca es eso lo que veo…
De pronto Ada se detuvo. Tenía el rostro inclinado hacia la derecha, y miraba los manchones de luz que el sol tejía sobre el piso con la complicidad de las ramas del tilo. Los manchones cambiaban y se movían a medida que el viento agitaba el árbol. A veces, alguno de ellos cruzaba por su rostro ahora absorto.
El poeta la instó a seguir:
—¿Y qué es lo que ves, Ada?
Ella alzo la cabeza de pronto. Sus profundos y verdes ojos se clavaron con tal intensidad en los de Rickman, que éste sintió un nudo en el estómago, tal como cuando era un muchacho.
De pronto estaba más vivo que nunca.
Ella titubeó, volvió a bajar la vista y susurró:
—A veces lo veo a usted. A veces, a un ser pequeño, un bebé sirena dentro de un huevo translúcido semejante a una burbuja. A veces… A veces, otras cosas.
Él tanteó con las palabras el aire que los separaba, la brisa fría que mediaba entre ellos, el aroma a vida vegetal que los envolvía en el mismo secreto:
—¿Y qué dijo Károly cuando se lo contaste?
Eleazar pudo ver cómo las lágrimas contenidas humedecían el verde de esos ojos magníficos.
—Él —hizo una pausa, tomó aire, y prosiguió—. Él me dijo que era hora de que me fuera de casa. Que era una mujer adulta y debía hacerme cargo de mí misma; que ya no había sitio para mí en su hogar. Dijo que quería comenzar con otras creaciones y que yo lo estorbaría con mis inoportunos e insignificantes problemas de evolución —la chica era fuerte, ni una sola lágrima cayó. Tragó sonoramente, se compuso, y prosiguió su alocución mientras miraba de frente al poeta—. Cuando le pregunté qué sería de mí, me respondió que era una magnífica estudiante y que usted me recibiría. Que además era hora de que supiera qué se esperaba de mí.
Eleazar se quedó pasmado. Entornó los ojos y preguntó en un murmullo suspicaz, tan bajo como el sonido del batir de las agujas del pino:
—¿Qué se esperaba de ti?
Ada se puso de pié casi de un salto, y comenzó a caminar nerviosamente de izquierda a derecha, retorciéndose las manos.
Habló a empellones, rápidamente. Las palabras chocando unas con otras:
—Es que en el sueño hay más. En el sueño yo estoy embarazada. Y eso, lo sé, es imposible. Pero desde que he empezado a soñarlo, he tenido estas ansias de hacer poesía nucléica, de crear, ¿me entiende, maestro? Pero de hacerlo como ustedes. Como mi creador y usted lo hacen.
»Al principio, cuando le conté esto, el rostro de Sir Vázquez se alegró como nunca, pero enseguida se puso hecho una furia. Dijo que como yo no soy humana, como no soy más que una persona a medias, una persona poética, necesitaría un padre genetista que me ayudase a concebir. Que él no pensaba cometer incesto. ¿Incesto, entiende? Esa horrible palabra es lo más cercano a reconocerme como hija que jamás estuvo en toda mi vida…
»Y entonces me contó cómo usted lo ayudó a construirme inspirándose en “She walks in beauty, el poema de Byron. Cómo me llamó Ada por su amor a aquel poeta. Cómo él me dedicó a usted, tal como se dedica un libro…
»Entonces comprendí lo que quería decirme.
El silencio se instaló de pronto. Un silencio frágil, sutil, etéreo, tan en ascuas como la inmovilidad de la chica que miraba hacia la casa, evitando los ojos de Rickman.
El poeta se levantó con parsimoniosa dificultad y se acercó a la joven. Tardó unos segundos en atreverse a apoyar una mano sobre su hombro. Ella temblaba, pero seguía mirando la casona. Él habló con resolución pero dulzura:
—Que él te haya dedicado a mí, no significa que me pertenezcas, ¿comprendes? En realidad no le perteneces a nadie. Eres Ada Blenders, y punto.
Ella giró de pronto. Su boca muy cerca de la de él. Sus ojos muy abiertos. La respiración acelerada:
—Pero, de cierta manera, ¿no es como estar comprometida con usted desde mi nacimiento, maestro? ¡Sólo usted podría darme un hijo!
Eleazar se perdió en esos ojos de aguas verdes y embrujadas que hablaban de miles de versos, de paseos nocturnos, de “una mente en paz con todo”, y “un corazón cuyo amor es inocente”.
Entonces retrocedió asustado.
Pero el miedo no estaba dirigido hacia ella, hacia ese rostro perfecto “donde pensamientos serenamente dulces expresan cuán pura, cuán adorable es su morada”.
No, la fuente del miedo que sentía provenía de él mismo, de lo que había llegado a pensar en esos segundos en los que Ada, honradamente, expresara sus pensamientos.
En ese instante, Rickman sólo pudo concebir una cosa que lo hizo temblar de emoción hasta en sus fibras más íntimas, como si un propósito sublime se hubiera instalado en su vida: ¡Engendrar junto a ella daría por resultado el primer ser nacido de la unión de un humano y un poema!

* * *

El laboratorio no era lo que ella esperaba. Había creído que el ambiente romántico y sobrio de la casa continuaría allí. Pero, claro, eso era imposible.
El sitio era un cuarto cuyas paredes, techo y piso estaban azulejados de un blanco tan brutal que hería la vista. La luz era aséptica y copiosa, y provenía de un sinfín de lámparas empotradas en el techo. Dos mesas y varias estanterías de acero pulido y reluciente constituían todo el mobiliario. Una de esas mesas estaba ocupada por una multitud de procesadores y pantallas. La otra parecía más bien una camilla de quirófano. Encima de ésta había una campana de gestación retráctil.
El ascetismo y la frialdad le causaron un escalofrío horrendo a la muchacha, ¿en un sitio así habría sido creada ella? Nunca se lo había dicho su padre. Así como nunca le había permitido ver el laboratorio que él poseía en su propia casa.
Eleazar pasó la mano sobre la mesada de acero pulido, con el gesto propio de quien acaricia el cuerpo desnudo de una mujer amada. Y como si hubiese leído sus pensamientos, exclamó:
—Tú naciste en una mesa como ésta. A decir verdad, lo hiciste aquí mismo. Aún lo recuerdo —la voz del poeta tenía casi un tinte de disculpa— En realidad no es muy distinto de donde nací yo, o cualquier otro humano —dijo él. Pero viendo la expresión casi de repugnancia en el rostro de Ada. Tomó su mano y agregó—. Tranquila, te acostumbrarás.
Entonces pudo sentir el fuego, la brasa ardiente que Károly había colocado en la sangre de la joven. Y la soltó instintivamente.
La temperatura del cuerpo de Ada debería ser de al menos 44 grados Celsius, si recordaba bien.
Aquella lejana noche, cuando abrieron el enorme huevo candente y se vació el líquido, él había creído que la criatura debía de estar muy enferma; pero Vázquez le aseguró que todo era correcto, que así debía de arder el cuerpo de su poema.
Phosphorus, "portador de luz"... Ése era el verdadero nombre de Ada, del poema que la había gestado.
—Disculpe —musitó ella—, no le advertí sobre mi naturaleza.
—Tu naturaleza —dijo Eleazar, volviendo a tomar su mano— es la de la piedra filosofal, por eso tienes este fuego adentro, ¿no es así?
La chica se rió tímidamente, algo avergonzada.
—Claro, usted sí lo sabe —dijo la muchacha—. Mi padre siempre me explicaba, con ese cuento, por qué mi piel debía estar tan caliente. De cómo Brandt había descubierto esta sustancia que brillaba en la oscuridad cual llamaradas fantasmales, mientras buscaba la piedra filosofal... La que lleva la luz —sonrió con dulzura y agregó—. Por eso, cuando recién había nacido, me llamaba "mi luciérnaga" —se llevó a los ojos una mano, enfundada en la manga de la polera, y secó una lágrima ardiente. Luego soltó una risa corta y dijo—. Pero se olvidó de decirme que lo que Brandt utilizaba en sus experimentos alquímicos eran simples orina y arena... Nada majestuoso.
La voz del maestro, calmada y profunda, resonó en la ascética sala:
—Si mal no recuerdo, la piedra filosofal no ha de buscarse entre las joyas, sino entre el lodo y los guijarros. Porque es la piedra desechada la que se convierte en roca fundamental.
Ada sonrió y se quitó un mechón de cabello de la cara. Ese simple gesto hizo que Eleazar pensara que ella era la criatura más excelsa que jamás había visto. Más que cualquier poema que hubiera creado jamás. Una simple forma humana hermosa, nacida de un sueño de amor trunco, de un verso que jamás había llegado a su destino.
El poeta hizo una pausa y prosiguió:
—Podrás trabajar aquí conmigo. Considéralo tu teatro de operaciones. Cuando tengamos una idea cabal de tu sueño, y hayamos escogido el poema adecuado, entonces comenzaremos con el mapeo genético tuyo y mío. Como sabes, necesitaremos constituir un soporte estructural de empalmes con los…
—¿No vamos a contraer matrimonio?
La pregunta de Ada no sólo lo interrumpió, sino que lo tomó completamente desprevenido.
—¿Matrimonio…? —repreguntó él suavemente, cuestionando cada sílaba.
Ella lo miraba y las luces del laboratorio formaban círculos blancos en sus pupilas.
—Sí, matrimonio. ¡Para poder concebir! —dijo ella. Y entonces una de sus manos acarició, de modo obviamente inconsciente y reflejo, el inexistente receptáculo de la vida del cual ella carecía.
—Ada —replicó él con gentileza, casi como si le hablase a una niña—, tú sabes que así no se gesta un poema.
La sonrisa de la muchacha fue languideciendo poco a poco en su boca de almíbar y cerezas.
—¿Ni siquiera vamos a fingir que…? —un relámpago de comprensión recorrió su faz— ¡Oh, claro! ¡Perdón, maestro! Por un momento, cuando usted aceptó, yo creí que eso implicaba que, que… —sacudió la cabeza como espantando ideas incómodas— Lo siento mucho. Yo no quería esto. No creo haberme hecho entender. ¡Soy una estúpida!
A pesar de llamarla a voz en cuello, Rickman no pudo evitar que ella saliera corriendo escaleras arriba, lejos del sótano y del laboratorio y de él.

* * *

Serenidad se paseaba alrededor del sillón. Era la noche entrada, y además del viento, el crepitar de las exiguas llamas en la chimenea y el pasar de las páginas del libro, sólo se oían los rumores de las criaturas de Rickman moviéndose por la casona como fantasmas.
Serenidad extrajo una de sus uñas de titanio y rozó apenas la rodilla de su creador, llamando su atención. Cuando Eleazar dejó su lectura y lo miró expectante, la criatura-poema emitió un aroma a rosas, ruibarbo y pan de jengibre: Ada.
—No, ella no está aquí —dijo con lentitud. Casi con un dejo de tristeza.
Los patrones faciales azules de un asimétrico rorschach pulularon por la superficie del rostro de la criatura. Las capas de piel de gasa elevándose y cayendo sobre las venas azules, verdes y moradas.
—Lo sé, Serenidad, lo sé —dijo con un suspiro—. Creo que me equivoqué.
El hombre se quitó los anteojos y dejó éstos, junto con el libro, sobre la mesita que sostenía la lámpara y la taza de té.
Perdió la vista en ningún sitio; el mentón apoyado sobre la punta de sus dedos. Parecía intentar sacar sentido de todo lo que había sucedido y procurar, por todos los medios, dilucidar qué era lo que él sentía al respecto.
Abstraído, apenas si notó el movimiento sobre el largo sillón, al otro lado de la mesa ratona. Algo invisible en su mimetismo estaba trepando sobre el mueble.
Lentamente, el bulto que copiaba el color malva del tapizado, así como los diseños borgoña, ocres y verdes de los almohadones, comenzó a definirse. Era como si alguien estuviese bocetando una figura en la misma sustancia de la realidad.
Rickman advirtió, de pronto, cómo se formaba un cuerpo humano; el cual, al cabo de un tiempo, resultó ser claramente femenino. La ropa que creció de a poco sobre la piel desnuda, la revestía con colores y texturas que no distaban de los que la rodeaban en el sillón: violetas y burdeos, con hilos dorados. Algo sugerente pero refinado. El proceso tardó poco menos de media hora, tiempo tras el cual el maestro Rickman pudo ver por fin a Ada recostada en el sillón. Tenía el cabello suelto y la cabeza apoyada sobre una mano. El otro brazo descansaba sobre una pierna flexionada que se escapaba por completo por fuera de la tela del vestido. Ella lo miraba de frente, con una expresión tan segura y sensual que lo estremeció —una expresión que jamás había visto en la muchacha.
El poeta continuó admirando la aparición hasta que el hechizo se rompió llevándose cualquier ilusión de su presencia. La Ada eróticamente tendida frente a él no había efectuado ni un solo parpadeo; ni siquiera la cadencia de una respiración turbaba la quieta pose estatuaria de la joven.
—Gracias, Epifanía —dijo por fin Eleazar con tono cansado, vencido—. Pero ahora no deseo ver esto. No me hace bien.
Serenidad enfocó algunos de sus ojos en él y otros en el largo sillón, entonces se arrastró sobre el piso hasta sentarse junto a la otra creación del poeta: Epifanía, el ser que podía resemblar los anhelos más fuertes de un ser humano.
La mano de gasa y titanio de la criatura rozó la piel de la aparición mimética. Ambos seres se miraron entre sí. Hubo chistidos, susurros y gruñidos. Y, por un momento, pareció como si Serenidad fuese a atacar a la figura —tal vez fruto de su extremo celo por Eleazar, tal vez porque creía que ella lo ponía triste—. Pero luego, poco a poco, el ser fue cerrando uno a uno los ojos que componían su corona ocular, a medida que reclinaba su cabeza hasta apoyarla sobre el pecho de la copia de Ada.
El ente mimético acarició a la criatura leve y delicada.
Rickman miraba a sus creaciones con detenimiento. Sabía que, hasta cierto punto, éstas tenían voluntad propia, que eran seres en sí mismos, pero jamás hubiera creído que fueran capaces de empatizar con él hasta ese punto.
Las líneas cambiantes que hacían las veces de boca en Serenidad, se volvieron lánguidas, estriadas, tal como sucedía cuando sufría.
A lo lejos podía escucharse el ulular de Oscuridad, probablemente en el techo de la casona, aferrada a las pizarras del altillo como una gárgola de negrura.
De los aparentes ojos de Epifanía —copias files de los verdes ojos de Ada—, comenzó a desprenderse una lágrima. Por supuesto que no era agua salada, sino una suerte de pliegue, de ola hecha del mismo tejido mimético del ser, que se desplazaba por el rostro y descendía a lo largo del cuello, hasta fundirse con las ondas de un escote constituido por la carne del poema viviente.
Al parecer, sus creaciones sabían más de sus sentimientos que él mismo.

* * *

La esfera de metal pulido llenaba todo su campo de visión. Lo único que acompañaba a la imagen era la mano que la sostenía: su propia mano. Ésta se continuaba, enorme y deformada por la curvatura del espejo, del otro lado de la reflexión.
Sus ojos verdes, muy abiertos, la miraban con ansiedad desde la imagen convexa. Detrás de ella podía verse el laboratorio del maestro Rickman: Un universo hecho de puras superficies, blanco, claustrofóbico, y sin un ápice de la belleza y profundidad de su dueño.
La esfera le devolvía su imagen deformada, de pie y completamente desnuda. Su vientre, muy abultado, era tan translúcido como cualquier campana de gestación de laboratorio. Adentro podía verse un ser extraño, una especie de bebé: la cría de una sirena que se chupaba el dedo.
De pronto, Eleazar surgía de detrás de ella y apoyaba una mano sobre su hombro. Entonces la criatura en su vientre comenzaba a moverse.
Ada se despertó sobresaltada, tomándose el abdomen, sintiendo aún los ecos de esos movimientos fetales fantasmagóricos. Tenía la respiración entrecortada y la temperatura de su cuerpo era terriblemente alta.
Salió de la cama y corrió al pequeño cuarto de baño del hotel. Abrió el grifo de la pileta y comenzó a beber directamente de él, intentando bajar su temperatura.
Cuando estuvo satisfecha se sentó sobre la tapa del inodoro y comenzó a llorar.
¿Qué había esperado que el poeta hiciera? ¿De verdad creía que la tomaría por esposa cuando su creador jamás la había reconocido como una hija? Además, ¿qué estupidez había sido aquella? Ella poseía una dedicatoria de Vázquez hacia Rickman, escondida en la firma que su padre había ocultado en sus pupilas, pero nada más. Una dedicatoria, no una promesa de amor.
Además, ¿qué podía hacerla menos humana que estar “dedicada” a alguien? Eso no la convertía en una consorte, sino en una pertenencia, si acaso.
Y, si bien era cierto que, al darle un apellido propio, Károly le había cedido los derechos de autor a su propia obra, eso no la hacía una persona con plenos derechos, sino sólo una obra abierta, un ser “de la humanidad”. De una humanidad que ella no poseía más que parcialmente.
—¡Vamos, chica, tengo que mear!
La voz de otro pasajero de su mismo piso la sobresaltó.
Se puso de pie de inmediato, se lavó la cara y salió rápidamente, mirando el suelo, evitando rozar al hombretón que esperaba en el pasillo.
Se metió en su cuarto, por fortuna privado, y cerró con la llave.
La luz de la calle entraba por entre las inclinadas persianas americanas de la única ventana de ese exiguo dormitorio. Aquí y allá el caudal de luz aumentaba o disminuía gracias a las roturas de la cortina.
Se sentó en la cama. Las manos encerrando sus piernas contraídas. El mentón sobre sus rodillas. Los ojos fuertemente cerrados. Y recordó el mismo juego de luces y sombras bajo el tilo, en el parque del maestro Rickman. Casi podía oler el embriagador aroma, casi podía oír la aterciopelada voz.
Y se quedó así, intentando retener esos recuerdos, saboreándolos hasta que la luz de la madrugada irrumpió por entre los huecos y los parches y los espacios de la persiana.
Para Ada aquello era como si un nuevo terror se abriese frente a ella: el día, el nuevo día, era otra jornada llena de desconocidos y de la sensación se hallarse en un pantano, atascada, sin otra cosa más que pantanos en el horizonte.
Se vistió rápidamente, huyendo de sus propios pensamientos, y salió corriendo del hotel. No había pagado más que esa noche, y seguramente alquilaría otra habitación en algún otro sitio cuando el día terminase.
El viaje en autobús duró lo suficiente como para que ubicara una bella plaza donde bajarse. Allí se sentó en un banco y se quedó admirando el mundo, la gente, las cosas.
Fuera del parque del maestro Rickman principiaba el invierno. El frío todavía no era fuerte pero los árboles y las cosas parecían haberse retirado a su propio interior, abandonando la superficie, retrayéndose y dejando cáscaras vacías.
El día pasó rápido, como una colección de movimientos acelerados sobre el telón de fondo de unos pensamientos monótonos y lentos. Algo estaba surgiendo, algún tipo de poesía. Pero era débil y no tenía palabras aún, sólo sensaciones.
Cuando el sol ya se había puesto, dejó el lugar. Mientras los cuidadores cerraban las rejas, se puso el bolso al hombro y caminó lentamente por la vereda del Teatro de la Ópera. El edificio era como poesía coagulada en piedra, y ella se quedó extasiada.
Un joven salió antes que el grueso de la gente. Vestía un traje gris jaspeado y una camisa blanca con un pequeño moño color borgoña. Llevaba las manos en los bolsillos y la mirada distante, perdida en el cielo que se extendía sobre la línea de los árboles del parque. Tarareaba algo.
Entonces una chica coreó un nombre que ella no pudo oír, y el joven se volvió para mirarla. Al verla, los ojos se le transformaron. Una sonrisa magnífica se plantó en su boca. Era obvio que para él no había nadie más que esa muchacha en el universo. La mujer, tan elegante en su vestido blanco de bordados violetas, corrió como pudo con sus tacones y se sumergió en los brazos abiertos de él. Pronto los dos se alejaban cuchicheando por lo bajo, besándose tiernamente, riendo.
Ada deseó ser como él. Deseó pertenecer a un sitio, tener un objetivo, volver a un hogar, soñar despierto. Deseó esa seguridad serena. Pero, sobre todo, deseó ignorar el mundo que la rodeaba y la asustaba, y poder perderse en su versión interna del mismo, tal como ese muchacho.
Y, por supuesto, deseó ser amada tal como él lo era.
Sin darse cuenta, había ascendido los escalones del gran frontón del teatro en un intento por ver cómo la pareja se alejaba; cuando, de pronto, algo se arremolinó junto a sus pies.
La criatura era como una sombra hecha de escamas brillantes y tornasoladas pero, aún así, grises. No parecía poder levantarse del suelo, y reptaba gracias a miles de diminutos cilios que se extendían, casi invisibles, a partir de todo su contorno. Había ocupado su sombra, es decir, había tomado la forma perfecta de ésta. Cuando Ada se movió, la criatura hizo lo propio, serpenteando por los escalones y deformándose al compás del cambio de incidencia de la luz sobre ella.
La muchacha se quedó mirándola largo rato, la sentía familiar aunque no reconociese lo que era. Entonces, la amaderada voz recitó suavemente:
—“Seré tu sombra, hecha de silencios y espera. El grito mudo de tus colores, a tus pies. La iridiscencia misma de mi vida, tendida para que tu pena muera allí…”
Ada miró hacia abajo, donde los escalones terminaban, y lo divisó en la vereda, envuelto en un sobretodo de paño negro con botones de cuero. El pelo, entre almibarado y canoso, revuelto por el viento. Las solapas levantadas. Las manos enguantadas sostenían el pequeño cuaderno rojo que ella había abandonado al marcharse de la casa de su “padre”.
Ella reconoció entonces los toscos versos —los que ella misma había garabateado al comenzar sus sueños—, en la criatura que permanecía quieta a sus pies, extendida como una sombra de oscuros tintes verdes, azules y rojizos.
—He ido a ver a Károly. A buscarte. Pero sólo he visto tus cosas. Tus hermosas cosas —dijo alzando su voz sensual para que ella pudiera escucharlo desde la distancia que seguía manteniendo entre ambos.
Por un momento, él extendió el cuaderno, como entregándoselo. Pero ella sólo lo miró, confusa, quieta.
Eleazar se guardó el cuaderno en el bolsillo interno de su abrigo y dijo:
Tu Sombra no es… no intenta ser… una expresión de tus versos. No podría arrogarme esa posibilidad. Es… tan solo… el modo en que me he apropiado de ellos —dijo tanteando las palabras, separándolas, demorándolas, remarcándolas, haciéndolas chasquear y resonar y deslizarse, como un embrujo hipnótico, hasta los oídos de la chica. Entonces agregó, lenta y enfáticamente, mientras la miraba a los ojos—, identificándome.
Ella lo observó intensamente, tratando de procesar aquello, de separar el embeleso de las palabras del contenido de las mismas. Pugnando por comprender lo incomprensible: ¿Acaso él deseaba ser su sombra? Eso era imposible. ¡Eso no tenía sentido!
En ese instante, Eleazar metió las manos en los bolsillos del sobretodo, y gritó casi como si algo dentro suyo se rompiese:
—¡Ada! ¡Tengo frío!
Si hubiera sido otra persona quien lo hubiese dicho, ella podría haber creído en su literalidad. Pero era el maestro Rickman, el poeta, quien lo decía. Aquello era un pedido por algo más que el calor que su cuerpo podía proporcionarle. Aquello era un llanto existencial. Uno muy parecido al de ella misma.
El corazón comenzó a aletearle como el batir de las alas de una libélula. Dudó, por el lapso de apenas tres rápidas respiraciones entrecortadas, y bajó corriendo los escalones, igual que había visto hacerlo a la chica del vestido blanco y violeta, hasta hundirse en los brazos de Eleazar.
Durante una fracción de segundo se sintió como si ella fuera el muchacho de traje gris jaspeado y moño color borgoña, como si fuera segura y tuviese un mundo interior más vasto que la realidad misma, y como si fuese Eleazar quien se cobijara en sus brazos y no al revés.
Entonces, vio cómo su iridiscente sombra la había seguido fielmente, y supo que tenía razón.

* * *

Se estiró en la cama, bajo las sábanas, y notó que él aún estaba allí.
Contuvo un suspiro y cerró los ojos, agradecida.
Estaba acostada frente a un gran ventanal, por donde las hojas de las copas siempre verdes y lozanas de los árboles se burlaban de la nieve que inundaba el jardín, allá abajo —un manto blanco tachonado por coloridas flores inmunes a su encanto. Enamoradas, tal vez, del humano que les había dado el don del florecimiento eterno. El mismo humano que compartía su lecho con ella.
Miró por encima de su propio hombro desnudo y lo vio sentado, recostado contra la cabecera de la cama, leyendo. La pipa emitía un aroma a tabaco, rhum y chocolate. También había algo de miel. El humo subía, azulado, tejiendo imágenes laxas en el aire hasta formar una tenue nube grisácea que flotaba, horizontal, sobre ambos.
Volvió la cabeza sobre la almohada y se rió en silencio, como una chiquilla. La libélula de su pecho aleteaba desbocadamente, golpeando la jaula de su tórax, rugiendo en sus oídos tal y como lo había hecho anoche, mientras aprendía cómo moverse sobre las caderas de Eleazar.
—Sé que estás despierta… —la voz era íntima, seria, parsimoniosa, de una coloratura que implicaba que la madera podía volverse terciopelo. Había en ella un dejo de ronquera, una guturalidad refinada y viril que la estremeció. Las palabras fluían deliberadamente lentas. Las “p” estallando, las “s” sibilando ahogadas, las “t” produciendo el mismo sonido que las puertas del Elíseo al abrirse.
Ada, en respuesta, giró sobre sí misma, se apoyó sobre un codo, y lo besó en el hombro. Luego, reposó su cabeza en el pecho de él.
Había arrugas y piel poco firme en el cuerpo delgado y sin ropas del maestro de poetas. También manchas y decoloraciones. Pero para ella era el cuerpo más fascinante que existía.
Eleazar dejó la pipa y el libro en la mesa de luz, y rodeó a la muchacha con un brazo.
—Perdón, ¿te he despertado? Es que los viejos dormimos menos.
Ella se rió, apartándose el pelo de la cara con un gesto que él había aprendido a reconocer y a venerar. Luego, buscando con sus ojos verdes los ojos castaños de él, exclamó:
—¡Tienes cincuenta años, tú no eres viejo!
Él acarició, con su mano libre, el rostro lozano de la mujer-poema. La piel blanca se tornaba rosada con su felicidad y su excitación, dándole un aspecto aún más juvenil.
—Y tú nunca lo serás, mi niña.
El calor de Ada lo abrigaba: su piel siempre febril, su boca siempre risueña.
Ella replicó:
—Que aparente veinte años por siempre, no implica que no envejezca y decaiga. Lo haré como cualquier otro ser mortal. Poco importará si mi apariencia cambia o no. Por dentro vivo y muto y crezco; pero por fuera estoy fija, inmóvil, eternizada como una estatua. ¿Crees que eso me agrada?
»Tú, en cambio, eres coherente, sigues moviéndote y transformándote como un glorioso río.
Se mordió el labio inferior y acarició el rostro de Rickman.
—Algún día seré un anciano muy envidiado —dijo él entre risas ahogadas.
—Y yo también —susurró ella, mientras lo besaba con unos labios tan ardientes como el mismísimo sol.

* * *

Eleazar pasó la mano por la superficie semitransparente de la esfera que se sostenía dentro de una garra mecánica hecha de sujetadores y sensores.
El aparato estaba encima de la mesa de acero pulido del laboratorio, bajo una tenue luz ambarina.
La criatura estaba quieta, era pequeñita, y se enroscaba sobre sí misma igual que un delfín en el útero materno.
Ambos habían coincidido en que debía tener un proceso de crecimiento natural, uno que no implicase nacer adulto, como Ada, sino crecer a su propio ritmo —el que fuera que tuviese—. Pero el crecimiento acelerado de ella se reflejaba, en parte, en el proceso de formación de la criatura.
—¿Así lo soñaste?
La onda sonora de la voz de fagot de Rickman chocó contra esa especie de huevo que era la esfera de gestación, y reverberó en su sustancia, agitando el líquido amniótico. El feto poético, el bebé de ambos, dio un respingo y comenzó a succionarse el pulgar.
Ada apoyó sus manos como intentando calmarlo. Sonreía feliz:
—Sí, exactamente así —respondió en un susurro.
Había material genético de ambos fusionados en ese varoncito, y también había variantes generadas por el talento de los dos. Era una obra conjunta, una creación poético-genética diseñada, por partes iguales, entre Ada y Eleazar. Y era también su primogénito.
—Connelly Franz Rickman-Blenders —recitó el maestro con orgullo, mientras miraba lo que nunca antes se había atrevido a generar: un vástago.
Ada se asió a su brazo, lo besó en la mejilla y lo corrigió:
—Connelly Franz Rickman-Blenders y Vázquez. Yo soy parte de él, Eleazar, y por ende, él siempre será parte de nuestro hijo.
El poeta se quedó callado. Aquello era justo, y él coincidía con la decisión de su compañera. Lo que lo había descolocado era la palabra que Ada había utilizado por fin, y sobre la cual todas sus conversaciones habían girado con innumerables eufemismos: “embrión”, “feto”, “creación”, “vástago”… hasta este momento: ¡Hijo!
Nuestro hijo —repitió él lentamente, haciendo resonar cada palabra. Y un temblor sacudió su cuerpo.
Ada reclinó su cabeza contra el hombro de Eleazar y dejó que las lágrimas afloraran.
—¿No es increíble? —susurró ella.
Rickman se desasió del abrazo y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos, exclamando con apasionamiento:
—¡ eres un milagro, mi niña, Ada mía! Yo, como humano, sólo puedo hacer poesías vivas; pero tú, como una… poesía encarnada…, tú puedes engendrar un verso genético como si fuera un hijo.
»Tú eres el poema que crea poemas. La personificación del verso primordial que nos ha creado a nosotros, los humanos. Nosotros los nacidos de la poesía, y no al revés… Como tal vez haya sido desde siempre.
»Si yo hubiese escrito a Connelly en solitario, lo único que hubiera obtenido sería otra obra, otra “composición”. Pero contigo a mi lado, Ada mía; con tu esencia mezclada con la mía y tu poesía entrelazada a mis versos… ¡Oh, Cielos del Elíseo! ¡Contigo al fin puedo ser algo más que un autor, puedo ser un padre!
Un silencio de respiraciones emocionadas y deseos fructíferos se instaló entre ambos, para quebrarse en un beso profundo y complejo.
En ese momento, el bebé abrió los ojos y desplegó su enorme cola de sirena.

* * *

Ni la carne de los peces o las hojas de las algas, ni las flores, ni la leche de un delfín, nada había logrado alimentar al bebé sirena que languidecía en el enorme estanque que Rickman había hecho erigir en medio del parque.
Ada estaba sentada sobre el césped. Uno de sus brazos descansaba sobre el borde de mármol rojizo y, encima de éste, apoyaba de lado su cabeza. Tenía los ojos verde bosque, húmedos y tristes, pero su boca florecía en una sonrisa que intentaba contagiarle alegría a su hijito.
La otra mano estaba dentro del agua, jugueteando con las manitos débiles del pequeño tritón, quien se divertía asiendo cada uno de los dedos de su madre.
—¿Qué quieres comer, mi vida? ¡Por favor, Conn, déjame saber qué necesitas!
Burbujas y gorgoteos agitaban la superficie del agua plagada de nenúfares en flor: el niño-pez reía sin emitir sonido alguno.
Sus largos y finos cabellos, como un fuego azul, brillaban encendidos bajo las aguas límpidas. La piel, blanca como la de su madre, hacía resaltar el color tabaco de los ojos de su padre en los suyos. Esa misma piel cuya palidez iba deslizándose lentamente hacia un grisáceo tono celeste, una sucesión de añiles que desembocaba en una cola cuyas irisadas escamas ostentaban un azul tan profundo como vibrante.
El bebé sirena era, sencillamente, hermoso.
Cerca del formidable estanque, en cuyo centro se erigía una fuente repleta de náyades y tritones, el gran ventanal de la biblioteca de la casona estaba abierto de par en par, dejando ver a un desesperado Eleazar rebuscando en libros, consultando expertos, rogando y amenazando a las potencias elíseas.
Cuando éste se sentó frente al escritorio, desconsolado y vencido, descubrió un sobre sin remitente; de un ajado papel amarillento.
Abrió rápidamente la carta y reconoció la letra de su amigo.
Károly sólo había escrito una frase: “La poesía se alimenta de poesía”.
Eleazar miraba el papel sin comprender. Por el estado en que se hallaba, éste bien podría haber estado en blanco.
Entonces lo entendió.
Ahogó un grito a medio camino entre el horror y la esperanza, y salió corriendo escaleras arriba.

* * *

—Pero, ¡es tu mejor obra! —Ada retrocedió, con la faz macilenta y aterrada. Entre sus manos sostenía la carta de su padre.
—No, mi amor; Conn es mi mejor obra —dijo Rickman en un susurro. Sus ojos enajenados estaban fijos en la debilitada y famélica criatura que se esforzaba por flotar en el estanque.
La mano derecha de Eleazar apretaba la muñeca de Serenidad con tanta fuerza, que estaba desgarrándole las capas de encaje de la piel y exponiendo la maraña de venas que se entretejían por debajo. Sin embargo, el ser no parecía reprocharle nada. Enamorado como estaba de su hacedor, había comprendido de inmediato lo que éste le estaba pidiendo y lo había aceptado sin protestar.
Las uñas de titanio permanecían escondidas dentro de sus dedos. Los ojos de madreperla y polvo de cromo miraban el jardín y a sus ocupantes con dulzura. La boca de jeroglíficos azules estaba, por primera vez, absolutamente quieta.
Eleazar soltó a la criatura y se acercó al estanque. Llevaba en su mano parte del tegumento translúcido que constituía la “carne” de Serenidad. Se introdujo en el agua, chapoteando ruidosamente con sus zapatos y pantalones empapados, se arrodilló junto a su hijo, y colocó frente a la boca del bebé un poco de la sustancia de sueños con la que estaba hecho su poema viviente predilecto.
El débil niño abrió lentamente los ojos y, poco a poco, comenzó a sorber pequeños trozos de esa piel.
Ada se puso a llorar con las manos fuertemente apretadas contra su boca. No quería que sus sollozos de alegría interrumpieran ese momento maravilloso.
Eleazar alzó los ojos para mirarla, como intentando preguntarle a su compañera si aquello en verdad era real, si no lo estaban imaginando.
Ya sin poder evitar contenerse, la muchacha corrió hacia el estanque y entró en él. Torpemente llegó hasta donde estaba Rickman y ambos se abrazaron.
El pequeño tritón pareció asustarse con el batir de las aguas y se escondió tras unos tallos de nenúfares. Pero, antes de que sus padres pudiesen ir a calmarlo, Serenidad estaba ya a su lado.
Había tomado al niño en uno de sus brazos, acunándolo, y estaba extendiendo una de las largas uñas de titanio de su mano libre.
Un perfume a cedro, canela, yodo y sal inundó el aire cuando la criatura hundió la uña en la punta de uno de sus propios dedos, y dejó que su sangre espesa y morada manara hacia la boca del bebé.
Las agallas soplaban suavemente, produciendo un murmullo que bien podía asimilarse a una canción de cuna. Su movimiento de capas flotantes mantenía como hipnotizados los ojos de Connelly.
El niño comenzó a alimentarse del índice de Serenidad como si éste fuese un pezón, chupando la fría sangre del poema viviente. Y tras unos pocos minutos, pareció estar satisfecho.
Ante la perplejidad de Eleazar y la emoción de Ada, Serenidad entregó el bebé a su madre y lo acarició tiernamente mientras el niño se dormía en sus brazos. Luego, apoyó la maraña azul de su boca en los labios de la mujer, antes de desmayarse en los brazos de Rickman.
El poeta tomó al vaporoso ser y lo llevó rápidamente al laboratorio para restañar sus heridas y compensar la pérdida de sangre que, aunque era ínfima, podía causar estragos en un ser tan delicado como aquel.
Pronto, las restantes criaturas —incluso los nuevos seres que Ada creaba—, comenzaron a turnarse para nutrir al bebé, quien crecía muy rápidamente. Ada misma hubiese entregado gustosa su propia carne para alimentar a su hijo, pero ella era demasiado humana. Su poesía, tal como Sir Vázquez la había diseñado, se hallaba en su psique, en su “alma”, mas no en su cuerpo.
Oscuridad y Sombra parecían ser los más felices de entregarse al infante. Las plumas negras del primero se teñían de colores increíbles cuando el niño las tomaba en sus manitos.
Era como si el tritón se alimentara de sus propios padres a través de las creaciones de éstos. Y como si su existencia instara a aquellos a crear más y mejor, a medida que el vampirismo poético del bebé crecía aceleradamente junto con su edad.
En poco tiempo, un coro de poesías vivientes rondaba por las noches el estanque, jugando y cantando bajo la luz de la luna, para regocijo del pequeño ser sirena quien, mudo y hermoso, había aprendido casi instintivamente a medir su apetito y a cuidar la integridad de sus extrañas nodrizas.
Los poemas, a su vez, se hallaban completamente seducidos por Conn y su elocuente silencio, y también de día lo seguían a cierta distancia, de cuarto en cuarto, cuando sus padres lo llevaban a la casona.
Eran como un séquito constante, como los coribantes de un joven Baco siempre hambriento de sangre de poemas.
Y ese joven Baco creció, como alimentado por leche de sirenas: rápido y fuerte.
En cuestión de semanas, el bebé fue un niño. En meses, un adolescente. En menos de un año, un joven adulto.

* * *

Connelly se hallaba tendido sobre el ancho borde de mármol rojizo que delimitaba el estanque. Su torso lampiño, delgado pero bien formado, se agitaba lentamente con su respiración.
En la eterna primavera del parque, únicamente el borboteo de la fuente ubicada en el centro del estanque rompía el silencio de la noche.
El cabello celeste profundo —en realidad un conjunto denso de cordoncillos escamosos muy finos— se derramaba sobre el agua, enredándose y desenredándose en los nenúfares gracias a una suave corriente artificial. La extremidad inferior de su cuerpo, revestida de escamas azul iridiscente, descansaba también sobre el mármol, y la magnífica aleta caudal se extendía como un abanico, cayendo a ambos lados del borde —tanto sobre el pasto como sobre el agua—, conjugando violáceos tonos de añil bajo la pálida luz de la luna.
Parecía dormido, pero las rendijas de sus ojos castaños estaban apenas abiertas, lo suficiente como para admirar el entramado de estrellas del cielo; un mar mucho más vasto que todos aquellos con cuantos soñase.
La boca, breve y casi sin labios, todavía estaba manchada con el fresco fluido color cobalto de la sangre de uno de sus prosélitos, un poema que él mismo había diseñado y al que había llamado “Nuevo Mundo”.
Desde que empezara a canibalizar sus propias obras, los poemas de sus padres —sus primeras nodrizas— se habían ido alejando poco a poco de él, regresando a la casona y a sus antiguas costumbres. Evitándolo, incluso.
Ahora, únicamente sus criaturas se mantenían cerca de él, pero a una prudente distancia; casi siempre escondidos de la vista de todos, rondando bajo el agua del estanque plagado de plantas acuáticas, sobre los árboles o entre los arbustos del parque. Y ninguno de ellos parecía querer entrar a la casa.
Eleazar había hecho construir un canal que discurría desde el lago artificial hasta una habitación completamente inundada dentro del hogar de los Rickman. Y un laberinto de túneles y pasadizos de agua se abría camino por debajo y por dentro de las paredes de la construcción, para que nada en ella le fuese ajena a su hijo: desde la biblioteca, donde éste pasaba largas horas, hasta un tanque en el laboratorio donde creaba febrilmente sus excéntricas poesías genéticas.
Éstas eran una mezcla de la expresión más excelsa de su propio ser —fruto de un talento aún más admirable que el de sus padres— y de su más básica necesidad de supervivencia, pues el hombre-sirena sólo podía alimentarse de poemas vivientes.
Ada se acercó a su hijo y se sentó en el borde del estanque, cerca de su cabellera de cielo. A primera vista, ambos parecían tener exactamente la misma edad. Y, por lo que los estudios mostraban, eso continuaría así por siempre. Connelly había llegado al límite de su envejecimiento; otra herencia materna.
Las agallas en el cuello del joven tritón estaban cerradas, bordeadas de un tono azulado mientras utilizaba sus pulmones. Las delicadas y membranosas aletas supletorias, en sus bíceps y en los costados de su cintura y espalda, se pegaban a su piel seca como tatuajes de encaje violáceo. Sólo las translúcidas y azulinas membranas interdactilares continuaban funcionales, extendiéndose y contrayéndose entre los dedos de sus manos, a medida que el joven las movía involuntariamente.
—¿Admirando las estrellas, mi retoño?
La voz de su madre sorprendió al muchacho, quien abrió del todo los ojos mientras se limpiaba apresuradamente la boca.
—¡Mamá!
La palabra, agria y ronca, salió de la garganta de Conn sin darse cuenta.
Y el efecto de la palabra del joven sirena fue inmediato...

* * *

Ada había visto esa criatura antes, pero jamás de aquel modo.
No le temía en absoluto, de hecho estaba familiarizada con todos los seres que alimentaban a su hijo, y éste era una cruza extraña y particularmente dócil.
Connelly había logrado generar una unidad espléndida en ese ejemplar, basada principalmente en una piel grisácea repleta de parches alargados que guardaban el color de las aletas de su creador. Pero lo que Nuevomundo unificaba era, en realidad, una anatomía muy disímil: cuatro patas largas y finas apoyadas sobre dos dedos articulados cada una. Un cuarto trasero que recordaba las coyunturas propias de una langosta. Un torso erguido, poderoso, con el esternón de un felino de carrera asomando por debajo. Y, finalmente, una cabeza de lo más extraña, compuesta por un largo y ancho cuello que se doblaba hasta formar un cráneo. En su frente se abría un orificio respiratorio que era, al mismo tiempo, un aparato de fonación. El par de ojitos, muy pequeños y celestes, se ubicaban a los costados; pero el remate lo constituía un puñado colgante de cinco largos pólipos o tentáculos que funcionaban como fauces y como apéndices de manipulación.
Claro que, ni Ada ni nadie, habían visto jamás a Nuevomundo de este modo. Es decir, con más de veinte metros de altura, y en medio de una manada de criaturas idénticas a él. Una verdadera familia, con crías incluidas.
El sitio donde Ada se encontraba ya no era su casa, sino un bosque en un mundo cuyos tres soles iluminaban el cielo con una luz blanca muy similar a la del laboratorio.
El bosque entero parecía estar ubicado dentro de una depresión en el suelo. Sus paredes estaban revestidas de numerosas y tumultuosas caídas de agua. Los formidables árboles que morigeraban la cegadora luz hasta hacerla soportable, eran colosos de troncos tan verdes como sus hojas; gigantes retorcidos, con ramas entretejidas que empequeñecían a los miembros del grupo de Nuevomundo, los cuales se asían a ellas para comer extraños y enormes insectos.
—¡Querido! —gritó ella, y los animales se volvieron para mirar al diminuto ente que los había alborotado en medio de la ciclópea fronda silenciosa. Ella trató de mantener la calma— Connelly, mi vida; por favor sácame de aquí, cariño.
Las manos húmedas se aferraron a las suyas desde un agujero practicado en la trama misma de la realidad. En ese momento, el universo entero se había combado a su alrededor hasta formar una esfera perfecta que la contenía en su centro. Todo lo demás: las criaturas, el bosque, los soles, se habían bidimensionalizado al instante. Seguían vivas, sí, pero eran un fresco semoviente en la superficie cóncava de la esfera-universo.
Ella recordó sus sueños: ésta era la misma esfera de Escher, pero vista desde dentro y conteniendo un universo en su interior. El hoyo que se había abierto frente a sí era un escape de esa mónada cerrada.
Ada se aferró a las manos palmeadas de su hijo, y sintió cómo el mundo se transformaba a su alrededor, dándose vuelta como un guante; convirtiendo concavidad en convexidad. Poco a poco, el extraño bosque en el hueco de ese raro planeta se convertía en el parque que rodeaba su hogar. Cuando ya se hallaba en el jardín, pudo escuchar el bramido casi ensordecedor de los Nuevomundos que quedaban atrás, allá adentro de… ¿de qué? Y, sin embargo, ella no había sido la única en vivir esa realidad, puesto que una bandada de estorninos salió volando en cuanto el sonido de los colosos chocó contra las paredes de la casona haciendo vibrar todos sus vidrios.
Cuando Ada estuvo a salvo, Connelly se zambulló en el agua de inmediato, asomando sólo la mitad de su tronco. Huyendo del calor abrasador de su madre.
El agua desplegó el resto de sus estilizadas y tenues aletas.
El muchacho tomó el dispositivo que pendía de su cuello y tecleó apresuradamente. Del otro lado del cuaderno electrónico, Ada pudo leer el mensaje:
Lo siento mamá Nomedicuenta. Te juro qe no quise hablar. estuvisteen lapoesía de Nuevomundo.. yo me había alimentado dél hacía unoss minutos.
La muchacha-poema acarició el cabello mojado de su hijo-sirena, de su niño-hombre, de su hombre-pez:
—Tranquilo, mi vida, yo sé que no quisiste hacerlo. Tú no tienes ninguna culpa. Al contrario —las manos de Ada sostuvieron el rostro de su hermoso hijo, y lo obligaron a mirarla a los ojos con sus globos oculares enormes y húmedos tan similares a los de su padre—. En verdad, lo que haces es prodigioso. Tú vuelves realidad tus poemas para quienes te escuchan. Eres una verdadera sirena, mi vida, un ser mágico que puede encantar.
Y uno que nunca podrá hablar ni utilizar su voz, si es que no quiere enviar a un mundo irreal a quien lo oye —tecleó con más calma.
Ella sonrió:
—O sí. Si es que quien te oye desea viajar por tus maravillosos universos interiores…

* * *

Connelly no estaba acostumbrado a quebrar su mutismo. Hacía apenas unos minutos que había estado sorbiendo la sangre de Distancia desde una de las cuatro tetillas que se conectaban a las principales venas de esa criatura. Una disposición anatómica que el muchacho había diseñado adrede en el cuerpo de su poema para que éste pudiese alimentarlo más eficazmente.
Eleazar había interrumpido a su hijo en pleno proceso de nutrición.
Conn había estado recostado contra un poste de su habitación-piscina, dentro de la casa. Distancia, semidesnudo, se hallaba a horcajadas sobre la poderosa cola del tritón, la cual se extendía hacia adelante. Las manos del poema apresaban la cabeza del muchacho, hundiendo sus dedos en los cabellos celestes, mientras que las palmeadas manos del joven se asían a la espalda de su creación, a medida que sorbía su sangre.
Al parecer ambos hallaban placer en el proceso.
Cuando Rickman entró por la puerta abierta, Distancia lo miró asustado con sus verdes ojos de gato y, de un salto, trepó al alfeizar de la ventana. Entonces, el hombre vio cómo el elfo de cabellos de fuego desaparecía tras unos matorrales de aromáticas retamas, contiguas a la casa. Era la primera vez que tenía una visión clara de uno de los más elusivos poemas de su hijo: orejas largas y puntiagudas, cuerpo anguloso, la piel como de alabastro apenas si manchada con un reguero fino de líquido azulado proveniente de una de sus tetillas. Un joven muy bello.
Y hubiera deseado no haber visto nada de eso. La forma que Connelly había elegido para subsistir casi constituía una autofagia, puesto que sorbía la vida de sus propias obras. Obras construidas únicamente a partir de su ADN.
El muchacho había creado un número mínimo de individuos, los suficientes como para sostenerlo con vida sin morir por desangramiento.
A Eleazar eso le parecía una atrocidad, una tergiversación del rol del poeta y su obra. Pero intentaba respetar la libertad creativa de su hijo, mientras éste se mantuviese en los límites de lo humano.
Ada, por otra parte, confiaba tanto en el muchacho, que parecía no darle importancia a todo eso.
Ahora, padre e hijo estaban frente a frente, incómodos.
Rickman le había pedido a Conn que le hablase, que lo transportase a uno de sus mundos. Que lo ayudase a comprenderlo:
—Eres mi hijo, mi carne, y te amo. Esto es parte esencial de lo que eres y tengo que vivirlo. Necesito saber más de ti. ¡Por el Elíseo! ¡Si has crecido tan rápido que a veces creo que no nos conocemos en lo absoluto! Ayúdame a entenderte y a que me entiendas.
El soliloquio de Rickman era un solo de fagot. Madera rumorosa y metal. Un bajo de aterciopelados sonidos que pugnaban por entrar en el corazón de su primogénito.
—No importa lo que suceda. No importa lo que elijas para tu vida —Eleazar bajaba un tono tras otro. Su voz era súplica y ratificación, a una—. Yo siempre te amaré, hijo mío.
Connelly suspiró sonoramente y, de pronto, pareció como si las paredes del cuarto cedieran, combándose y volviendo a su lugar al compás de ese suspiro. Entonces, tomó el cuaderno que pendía de su pecho como un collar extraño, y tecleó en él. La pantalla, ubicada en el anverso del pequeño teclado, mostró las palabras:
—¿Es que no lo ves? Mi voz de sirena es el resultado de llevar al extremo tu propia voz, padre. una voz cautivante y seductora como pocas.
»Así como tú hipnotizas a tu audiencia, a tu no tan metafórico modo; yo transporto a la mía, literalmente. no soy más que una versión extrema de ti mismo y de mamá.
»Siempre me ha fascinado tu voz. Es hermosísima...
El tritón dudó. Luego completó la frase:
—…padre.
Y, al conjuro de la última palabra pronunciada audiblemente, el maestro de poetas se precipitó en otro universo.

* * *

A ver, ¿qué quiere saber?
»Soy cautivante y embelesador como mi padre, por eso soy un hombre sirena.
»Soy bello pero “raro”, como mi madre, porque soy una poesía hija de otra poesía.
»Soy cruel y amoroso con mis obras, a partes iguales, porque por mis venas corre la sangre de Sir Vázquez. Lo que, hablando estrictamente en términos genéticos, me convierte en el hijo de dos varones humanos. Y, hablando poéticamente, en el vástago de un varón humano y una poesía fémina. Puede elegir cuál combinación le gusta más.
Connelly, sentado en la fuente que coronaba el estanque, tecleaba con parsimonia. Se hallaba estratégicamente colocado entre las náyades y los tritones de mármol, semejando una estatua más. El agua que caía, cantarina, bañaba constantemente su cuerpo. La extendida aleta caudal, de miles de tonos de azul, parecía cumplir tanto la función de cola de pavo real, como la de trampa.
El periodista, que recibía las notas en su propio pad, intentaba concentrarse en las letras, en las palabras escritas, para no mirar a su interlocutor.
El joven sudaba profusamente. Ver al tritón era como sucumbir a un deseo que ni siquiera sabía que existía.
Carraspeó, se ajustó la chaqueta del traje gris claro. Con un gesto involuntario se arregló la corbata de moño color borgoña, y luego se pasó la mano por los cabellos color café. Entonces, sin alzar la mirada pero sintiendo la fuerte presencia del poeta-poema, repreguntó:
—Ha utilizado usted la palabra: “cruel”. ¿Cómo puede un poeta ser cruel con sus obras?
En el silencio del jardín primaveral se escuchaba únicamente el batir de las frescas hojas de los árboles y el gorgoteo del agua de la fuente.
La respuesta llegó al pad del hombre que estaba sentado en el borde de mármol rojo del estanque.
Del mismo y natural modo en que se suele ser cruel con uno mismo, señor Goode.
El periodista no resistió y alzó la vista. Era como si el hechizo de la sirena se transfiriese a sus palabras escritas. Aunque sabía que eso era imposible.
Miró al tritón en toda su gloria, más bello que las propias estatuas, y dijo en voz queda:
—Puede llamarme Benjamín, si así lo desea, señor Rickman-Blenders.
Connelly sonrió, y sus afilados dientes se perfilaron claros y mortíferos en la semipenumbra de la tarde: blancas y relucientes agujas.
Los dedos volaron raudos por el teclado que el tritón ni siquiera miraba, con sus ojos concentrados en los dos pozos color carey del periodista. Cuando la respuesta llegó al dispositivo, el hombre tuvo que obligarse a bajar la vista para leerla:
No, señor Goode, no deseo llamarlo así.
Benjamín se quedó pasmado, estaba acostumbrado a las respuestas protocolares, políticamente correctas y socialmente establecidas, y aquello lo desconcertó. Pero, antes que pudiera sacar cualquier conclusión al respecto, una nueva transmisión llegó a su pad:
Lo que en verdad deseo es llamarlo Rupert, ¿no es ése su segundo nombre, acaso?
El hombre sonrió y levantó la mirada. Asintió con un gesto exagerado, y no quiso preguntar cómo era que el poeta sabía que la “R” de Benjamín R. Goode, significaba ése y no cualquier otro nombre más común.
Por cierto —agregó con una nueva andanada de letras en su pad—, mi nombre es Connelly. Y espero que, con el tiempo, Conn esté bien para usted.
Un escalofrío recorrió la espalda del periodista. No sólo era una suerte de orgullo ciego —como el de ser elegido por alguien tan brillante y famoso y excéntrico—, sino que había algo de miedo en esa sensación.
Los ojos del poeta-sirena lo miraban con autosatisfacción, como si el tritón estuviese complacido por ambas reacciones.
Benjamín cerró de golpe la libreta de notas y, mirando los nenúfares que se extendían entre ambos, no pudo menos que recordar aquella poesía que había leído de chico, el Hylas de Teócrito. El decimotercero de los Idilios.
Se puso de pié, guardó la libreta en el bolsillo del saco y se dio media vuelta, nervioso.
El recuerdo de esa poesía había hecho que el escalofrío se tornara más intenso, y mientas comenzaba a dar los primeros pasos en dirección a la casona, sus palabras salieron con un volumen y una orla de desesperación mucho mayor que la que él habría querido imprimirles:
—Se está haciendo de noche, señor… Connelly. Será mejor que vuelva mañana temprano, así podremos trabajar más tranquilos.
Una risa corta se escapó de la garganta de Conn: el periodista sabía muy bien que la noche era su elemento, pero él dejaría pasar el ridículo subterfugio. Era obvio a sus ojos que, con este humano, tendría todo el tiempo que deseara. Todo el tiempo del mundo.
Durante el segundo que esa risa duró, Benjamín sintió como si la presión del aire cambiase, como si los árboles se volviesen delgados y rojos, y el cielo de un tono diamantino. También percibió, con absoluta claridad, como si miles de seres que no pudo precisar pero que se olían hermosos —romero, café y azahar—, se agolparan a su alrededor. Aquello sólo duró un instante, pero fue lo suficiente como para que el hombre atisbara una ínfima parte de la verdadera envergadura del poder evocador-poético del maestro Connelly Rickman-Blenders.
Y deseó más.
Mucho más.
Ese deseo lo asustó al principio; porque era claro que el tritón había dejado “caer” esa probada de su poder casi como al descuido, pero completamente a propósito. ¿Acaso quería volverlo adicto a su persona tal como lo eran sus poemas, los seres de los que se alimentaba como un vampiro?
Sin embargo aquello había sido demasiado fuerte y demasiado breve. Como ver, por una fracción de segundo, el Elíseo en toda su gloria: suficiente para vivir toda una vida anhelando regresar a él.
El pad se iluminó con nuevas palabras:
Por supuesto, Rupert; mañana temprano lo espero aquí mismo.
Y entonces oyó un estallido en el agua.
Benjamín giró rápidamente, pero el poeta ya se había sumergido en el estanque que apenas si agitaba a los cansados nenúfares.
Esperó hasta que la superficie se calmó. ¿Estaría viéndolo desde debajo del agua? ¿O ya se habría alejado nadando por los conductos que, según se decía, lo comunicaban con toda la casa y con el Río Quebrado, más allá de la propiedad del maestro Rickman?
De pronto, desde el interior de un seto de rosas blancas, saltó un curioso ser. Una especie de lagartija del tamaño de un gato, con seis patas rematadas en manos humanas, y una cola muy fina y prensil. La piel, lechosa y pulida, brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Tenía el inequívoco rostro de una encantadora muchachita, pero sin cabellos ni cejas ni pestañas. Era como una gárgola hermosa y perturbadoramente inquietante.
El ser saltó sobre el estanque con una increíble cabriola propia de un trapecista o un gimnasta. Por un segundo, mientras giraba en el aire, pudo sentir el aroma a café, azahar y romero que la criatura emanaba.
Entonces, con la velocidad de un tiburón, Connelly saltó fuera del agua y atrapó a la criatura en pleno vuelo, sujetándola con sus fauces, y hundiéndose con ella en el agua, muy silenciosamente.
El corazón de Benjamín parecía querer perforar su pecho. El susto lo había paralizado. Sabía que no mataría a ese poema, pero la ferocidad y el salvajismo del ataque, la animalidad y el poder del mismo, habían sido demasiado.
Salió corriendo por el jardín sin siquiera pasar por la casa. Trotó, como un chico asustado de la oscuridad, por la veredita que se extendía entre tilos y pinos hasta desembocar directamente ante el gran portón del hierro de la propiedad.
Cruzó el umbral a la carrera y trepó al primer tranvía que divisó.
Esa noche, en su casa, solo, se fue a la cama temprano y sin cenar. Era la primera vez en semanas que no extrañaba a Vera desde la ruptura.
Más tarde, cuando se hallaba en ese estado intermedio entre el dormir y la vigilia, comenzó a sentir como si flotara en un lecho de agua; de profundas, frías y oscuras aguas. Y soñó entrecortadamente, despertándose empapado en sudor para asegurarse de que aquello no era cierto. Y el sueño era siempre el mismo: desde las fibras de la tela de las sábanas emergía Connelly, saltando como un tiburón sobre él, y arrastrándolo hacia esas aguas profundas y frías.
Lo que más lo perturbaba era que, en el sueño, aquello era algo que lo aterraba y, al mismo tiempo, algo que había estado deseando.

* * *

Era muy temprano, pero la bruma ya se estaba disipando.
El fresco del otoño cercano se hacía sentir a pleno en esas latitudes, y Benjamín se cerró el abrigo con fuerza. Debajo llevaba su único traje bueno, el de verano, el gris jaspeado con el que hacía sus notas en el Teatro de la Ópera, las presentaciones de libros y las entrevistas a artistas célebres… como Connelly Rickman-Blenders.
Lo llevaba porque sabía que, dentro de la propiedad Rickman, siempre era primavera y no sentiría frío. Y porque sentía un regusto a revancha al poder usar algo que le quedaba muy bien, frente a un ser que vivía aparentemente siempre desnudo.
Mientras mordisqueaba un croissant, iba sorbiendo —de su vaso extra gigante de cartón con tapa—, el “moka cappuccino doble chocolate y canela”, tal como rezaba el trazo de fibra negra que el empleado de Starboard había escrito, junto a su nombre, al costado del vaso.
Caminaba despacio, por el paseo de la ribera, costeando el Quebrado; el río oscuro y lento que cruzaba la ciudad.
Parecía como si no quisiera llegar al portón de rejas negras que se abría al bosquecillo siempre verde.
—No seas infantil —se dijo a sí mismo, y el vapor de su aliento formó volutas burlonas frente a su rostro—. Estás dejando que otro loco artista egomaníaco te maneje.
Cuando al fin llegó a su destino, su determinación flaqueó y tuvo que empujarse a sí mismo para entrar en la propiedad.
Arrojó lo que quedaba de comida y el vaso vacío a un papelero en la vereda, y encaró directamente hacia el camino adyacente que, sabía, conducía al estanque.
Al llegar, un nervioso elfo de mirada de gato y pelo furiosamente rojo lo estaba esperando bajo un tilo. Su voz era como un arrullo de alondras:
—El amo dice que lo espera en el Ala Oriental del estanque.
Sin siquiera explicarle dónde quedaba ese sitio, el ser se escabulló entre la espesura. Tenía el pecho desnudo y, en lugar de dos tetillas, cuatro —una de las cuales parecía lastimada, y de la que manaba un líquido azul-verdoso.
Mientras se orientaba para averiguar dónde podía quedar el Este, Benjamín cayó en la cuenta de que la sangre del elfo posiblemente no proviniera de una herida sino de su función “nutricia” para con su entrevistado.
El escalofrío de la noche anterior volvió a hacerse presente.
Cuando logró orientarse, comprendió que el sitio adonde se dirigía lo alejaba cada vez más de la casona y lo hundía en una espesura de plantas ornamentales mucho más altas que él.
Retamas y cañas y juncos formaban un laberinto vegetal sin caminos aparentes. Se dejó guiar por el sonido del agua y llegó a una especie de torre. Ascendió por una escalera de hierro subrayada con manchas de óxido, la cual rodeaba la construcción de piedra como una especie de enredadera estilizada, y llegó hasta su parte superior.
Cercado por columnas triples de estilo gótico, que sostenían un techo alto y que se hallaban unidas por barandales curvos de hierro oxidado, había un foso.
Era un foso grande y de una forma caprichosa. Su boca estaba conformada por cerámicas esmaltadas, algunas de colores terrosos y otras doradas a la hoja. Alrededor del foso casi no había sitio para caminar, únicamente ese brevísimo zócalo resbaladizo. Las piedras húmedas y mohosas de las columnas sobresalían en basamentos escuetos y altos.
Benjamín se sentó sobre uno de ellos y colocó sus pies entre los intersticios de un barandal metálico. Parte de la extraña geometría del foso pasaba bajo sus piernas.
Sobre su cabeza, gárgolas hermosas y siniestras miraban, al igual que él, el increíble paisaje que se extendía más allá de la copa de los árboles: media ciudad y la desembocadura del Quebrado se divisaban envueltas en la doraba bruma del amanecer.
El sitio era mágico.
Suspiró tranquilo, encendió un cigarrillo, y comenzó a fumar mientras saboreaba el aire puro, el aroma a cítricos de su particular mezcla de tabaco, y el frío de la ciudad que aquí escapaba al control climático del parque.
El sol le daba de frente y él se hallaba sumido en pensamientos sin forma definida, tal como la bruma allá en el límite entre el mar y el río, o el alimonado humo de su cigarrillo. Tenía los pies firmemente apoyados en la base de la baranda curvada, los codos sobre las rodillas y los ojos en el horizonte.
Reinaba un silencio perfecto, sublime, que Benjamín agradecía como una caricia de pura paz.
Exhaló un círculo de humo y sonrió. Miró a la gárgola que tenía más cerca de él, y preguntó, displicentemente:
—¿Naciste así o él también tiene el poder de convertir a los seres vivos en piedra?
El pitido del pad lo sobresaltó tanto que casi pierde el equilibrio.
Extrajo el aparato de un bolsillo de su abrigo, y leyó:
No soy una gorgona, Rupert; apenas soy un tritón.
El joven se sobresaltó todavía más y giró en redondo hasta que lo vio. A medio emerger de las oscuras y profundísimas aguas que trepaban hasta lo alto de la torre, en un escondrijo al que no llegaba la luz del sol, allí estaba Connelly.
Lo siento, no pretendí asustarlo.
Benjamín se reubicó mejor en la saliente, volteando un poco su cuerpo para enfrentar al increíble ser que parecía brillar entre las piedras oscuras y mohosas.
—¿Cuánto hace que está ahí?
La voz del hombre resonó en el templete como si lo hiciera entre las paredes de una catedral.
El pad destelló:
Desde que usted llegó. Pero no quise interrumpirlo; se veía tan en calma consigo mismo que era un placer contemplarlo.
»Quiero decir, que es hermoso ver a alguien que ha alcanzado la serenidad, la paz interior.
Había algo distinto en el poeta. Hoy no parecía ser el egocéntrico de la noche anterior, el soberbio que pavoneaba sus capacidades y poderes frente a un periodista pobretón que se esforzaba infructuosamente por realizar su nota.
Hoy no parecía querer jugar con él.
Había un dejo de tristeza. No, no era eso. Había un aura de profundidad en él, como si la superficie brillante cediese ante el complejo interior.
Cruel”, se dijo Benjamín a sí mismo, “recuerda que así se caracterizó con total orgullo: cruel… y amoroso”.
El pad vibró:
Mi padre fuma en pipa. Y aunque el aroma es totalmente distinto, usted y su cigarrillo me lo han recordado de pronto.
»Mi padre es un hombre que seduce sin proponérselo, ¿sabe? Sin siquiera darse cuenta de que lo está haciendo.
Una de las cosas que Benjamín odiaba de este tipo de comunicación, era la ausencia de inflexiones. Las inflexiones de la voz dicen tanto o más que la palabra misma, y él no podía leer esas inflexiones en las frías letras electrónicas. ¿Aquella última frase había llevado el sello del sarcasmo, de la melancolía o, tal vez, del coqueteo? Sin inflexiones podía suponer lo que quisiera.
Se quedó mirando el pad, sujetándolo con manos tensas. Estaba comenzando a sentirse otra vez en desventaja frente a Connelly, otra vez en inferioridad de condiciones.
Las letras cambiaron:
Duda de mí,¿no? Pero créame,Rupert, no hay cinismo enmí. No hoy, almenos.
Benjamín alzó la mirada y lo miró a los ojos. La forma apresurada de escribir, las equivocaciones, lo alertaron.
El tritón tenía los ojos cansados, lejanos, brillantes. Veraces.
El periodista se compadeció y bajó la guardia:
—No crea que estoy en paz. Es sólo que este sitio puede hacerle olvidar a uno los problemas en los que vive inmerso.
Connelly sonrió y asintió con la cabeza. Al parecer compartían ése punto de vista.
El hombre sirena nadó en absoluto y sobrecogedor silencio hasta la reja en la que Benjamín había apoyado los pies. Se asió de los hierros, y con un movimiento que pareció no conllevarle esfuerzo alguno, se elevó por fuera del agua hasta colocarse sobre unas estriaciones que lo contenían perfectamente.
El joven humano lo miró atónito: era enorme. Y era hermoso.
Apenas se le secó el torso, sus aletas se replegaron hasta adherirse a su piel como si fueran un dibujo sobre la misma. La parte inferior, mucho más larga que las piernas de un humano, era fuerte y maciza, y de un azul cobalto maravilloso. La cola extendida se veía, así de cerca, como un encaje fuerte lleno de cicatrices brillantes; pero eso no la hacía menos magnífica. Benjamín se preguntó cómo se las habría hecho. Pronto notó que había muchas más en su cuerpo. Largas y nacaradas cicatrices que apenas si se advertían desde ciertos ángulos.
Las crispadas manos del poeta se aferraron a la reja casi con desesperación, como si ésta fuera una jaula, y lo irguieron hasta ubicarlo a la misma altura del humano.
El periodista notó las membranas azuladas entre los dedos brillando delicadamente bajo la luz dorada de la mañana.
En esa misma luz, el largo cabello sujeto en una trenza suelta, destellaba como lenguas de fuego azulino.
Durante unos minutos se quedaron en silencio. Los dos viendo el horizonte. Los dos compartiendo un momento de paz.
—¿Qué es lo que tanto anhela, Conn? —murmuró Benjamín entre dos pitadas, sin quitar sus ojos de la lejanía.
¿Es esto parte de la nota?
Ben alzó los ojos nuevamente al horizonte y susurró, mientras refrendaba lo dicho con un gesto de su cabeza:
—No.
El suspiro fue audible. Las columnas del templete se retorcieron y volvieron a su lugar, pero el humano no se asustó esta vez.
—Libertad.
Benjamín rumió aquello por entre el humo del cigarrillo y el dorado del amanecer. Podía sentir la respiración del poeta a su lado.
El viento tejía sonidos extraños en la torre de piedra.
—Se dice —murmuró Goode, al fin— que usted puede nadar por el Quebrado cuando lo desea —hizo una pausa y luego agregó, mirando de lado al poeta—. Supongo que de aquí a la Bahía Roja, y desde allí hasta el mar, sería cuestión de pocos minutos para usted.
La sonrisa del tritón lo sorprendió. Era como la de un niño travieso. Los dedos comenzaron a teclear sobre el tablero, pero Goode no miró su pad, sino que se concentró en esos dedos volando sobre las teclas. Se dijo a sí mismo que lo hacía para conocer más a su interlocutor y lograr una mejor nota, y se rió por dentro de su propia ingenuidad.
Connelly le hizo una indicación de cabeza y Benjamín se apresuró, algo avergonzado, a mirar la pantalla de su pad. Dio una larga pitada a su cigarrillo mientras leía.
—No esa clase de libertad, Rupert.
Benjamín sintió otra de esas oleadas de orgullo al ver su nombre de pila en la línea de diálogo. Siguió leyendo mientras soltaba el humo, y pudo escuchar cómo el tritón trataba de aspirar fuertemente para captar el aroma de su tabaco.
—¿Recuerda cómo me definí ante usted ayer? ¿Recuerda acaso algo que sea esencialmente mío? ¿Algo que no sea una referencia a rasgos heredados de mis padres-creadores?
»No son el océano o piernas lo que anhelo, sino la libertad de ser yo mismo.
Benjamín miró al poeta a los ojos marrones y acuosos. No podía creer que algo así le sucediera a un genio como él. ¿Qué duda podía tener de su identidad quién era capaz de crear lo que él creaba?
La mano de Connelly se le acercó titubeante. La actitud era tan impropia de él, que al humano le pareció irreal. Los dedos palmeados, surcados de finas cicatrices nacaradas, se aferraron de pronto al cigarrillo que Benjamín sostenía entre el índice y el mayor.
El hombre-sirena lo miró e hizo un gesto leve con la cabeza, una suerte de pedido de permiso. Benjamín comprendió y, con una sonrisa, soltó el cigarrillo.
La sonrisa seguía en su boca cuando vio a Conn aspirar con rapidez y toser tan fuertemente, que la colilla cayó al agua. No le importó que el universo se replegara, durante un breve segundo, sobre un centro que los incluía a ambos; ni que, dentro de ese círculo, creyera divisar aves rojas y verdes que volaban, como cardúmenes de ceniza flotante, en un cielo ennegrecido. Con total tranquilidad, extrajo otro cigarrillo del paquete, lo encendió con calma, le dio una profunda pitada, y dijo:
—No creo que haya muchas cosas que yo pueda enseñarle, Conn. Pero ésta es una de ellas. Preste atención si quiere aprender a fumar, ¿sí?
Y soltando el humo expertamente, le tendió el nuevo cigarrillo.
Hubo algo de regocijo infantil en ambos cuando el bellísimo ser anfibio aceptó convertirse en el alumno del humano.

* * *

Esa mañana, Benjamín corrió el tranvía que lo llevaba hacia la mansión Rickman. No quería llegar tarde. Era la séptima jornada que había convenido en pasar con Connelly a fin de realizar su nota periodística. Aunque la nota no había avanzado una sola letra desde aquella primera mañana en la torre donde siempre se reunían.
Se bajó a la carrera en la esquina de Cuadrados y Amapolas, y caminó rápido la media cuadra que restaba. El portón inteligente se abrió al reconocer su firma dactilar, y Benjamín trotó por la vereda de tilos y pinos hasta dar con el sendero que discurría hacia la torre.
El maestro Rickman-Blenders había hecho bordear el camino con fragantes macizos de violetas, para que el periodista no volviera a perderse. El aroma era exquisito, sin embargo Goode sonreía por otra cosa. A esta altura de las circunstancias, las violetas eran hermosas pero innecesarias. Él podría haber transitado perfectamente aquel camino con los ojos cerrados, sin extraviarse.
Los últimos veinte pasos los hizo a la carrera. Y a la carrera subió los escalones de hierro que crujían bajo su ímpetu. Resoplando, trepó por entre las columnas, miró agradecido a su alrededor comprobando que había llegado primero, y se sentó en el lugar de siempre, junto a la reja que hacía las veces de mirador.
Se había puesto el saco de cuadros marrones y el pantalón beige de lana, porque el frío ya arreciaba; no obstante, ahora transpiraba por el esfuerzo. Mientras trataba de componerse la corbata mirándose en el reflejo de las aguas oscuras de la torre, divisó un par de ojos, y soltó una carcajada a medio camino entre el regocijo y la derrota. Claro que no había llegado primero, Conn simplemente no quería que se sintiera mal.
Los ojos abiertos del hombre-sirena lo miraban, risueños, desde debajo del agua. Un halo azul de cabello se extendía a su alrededor. Poco a poco, casi sin perturbar el agua, y en un silencio sobrenatural, el tritón emergió del foso. Su sonrisa de dientes de aguja, blancos como nácar, brillaba sin malicia alguna.
Se miraron y empezaron a reír, en silencio uno y estridentemente el otro.
El poeta se elevó hasta colocarse en su sitio preferido, y se recostó en la fría y húmeda piedra. Goode supuso que, de poder pararse, mediría sus buenos dos metros de altura. También se imaginó, brevemente, cómo sería nadar a su lado.
Por un instante eso fue todo. Un estar sentados cerca, mirando la Bahía Roja y el Quebrado, el sol naciente, y el horizonte tras el puerto desdibujado por la bruma.
Había jornadas en las que casi no hablaban, en las que sus miradas parecían ser suficiente para entenderse. Connelly agradecía esos días porque lo hacían sentirse como un igual respecto del humano. Días en los que Ben pensaba de sí mismo como “Rupert”.
Hylas, divagó Benjamín Rupert, eso es en lo que se había convertido. Y Conn era Heracles y las ninfas en un solo ser.
El maestro Rickman-Blenders estaba mirándolo con insistencia a los ojos, tratando de adivinar sus pensamientos en sus expresiones; pero Benjamín no estaba listo para decir todo lo que pensaba ni lo que sentía.
Cuando el poeta advirtió esto, procedió a peinarse mientras canturreaba. Pero no semejaba ninguno de esos seres de leyenda con sus peines de oro y plata, estilizadamente sentados a orillas del mar; más bien parecía un tipo cualquiera, frente al espejo, preparándose para afeitarse antes de salir hacia el trabajo.
El azul ardiente de sus cabellos se adaptaba a sus dedos, quedándose dócilmente tras su nuca.
Goode tragó saliva cuando el pabellón que coronaba la torre pareció cobrar vida y retorcerse sobre sí mismo al conjuro del arrullar de Connelly. Un par de gárgolas de piedra salieron volando, dieron unas vueltas y regresaron a posarse en el techo. Cuando el canto cesó, cuatro de ellas habían intercambiado lugares.
¿El poeta lo estaba acostumbrado de a poco a su poder? ¿Lo estaba probando? ¿O tal vez castigándolo por su hermetismo?
El tritón extendió una mano húmeda y el humano le tendió un cigarrillo; luego encendió los de ambos. Fumaron en silencio por un largo rato, con la vista clavada en el lejano y brumoso puerto.
Benjamín comenzó a silbar. Era una canción antigua y rítmica, algo que había aprendido de su abuela.
Cuando habían pasado unos minutos se dio cuenta del efecto casi hipnótico que aquello causaba en el hombre sirena.
—¿Nunca habías escuchado silbar?
El tritón negó con la cabeza y su cabello se derramó, luminoso y celeste, sobre sus hombros. Los ojos del anfibio estaban muy abiertos, como los de un niño.
Entonces Rupert comenzó a cantar para él aquella canción que hablaba de antiguas batallas, de hombres que fumaban, bebían, soñaban y morían, y de islas que estaban perdidas más allá del Quebrado, del Océano Procelario y del mismísimo Mar Definitivo.
Cuando terminó de cantar, Connelly tenía una mirada nueva. Algo que era tierno y terrible a la vez.
Sin dar ninguna señal que lo anticipase, el poeta se sumergió en el agua negra del pozo.
El humano se puso de pie de un salto, alarmado. ¿Había hecho algo mal? ¿Estaba sucediendo algo en el predio?
Entonces, el maestro Rickman-Blenders saltó fuera del agua con un movimiento grácil y poderoso, se aferró a las solapas de Goode, y lo arrastró con él bajo el agua.
El terror se apoderó de Benjamín, quien soltó todo el aire de sus pulmones en un grito mudo. Las manos palmeadas se aferraron a sus brazos, inmovilizándolo en su frenético pataleo. Luego, la boca de Conn se abrió enorme y dentada como la de una lamprea; sus mandíbulas desencajadas. En la oscuridad, el humano sólo veía retazos de imágenes pavorosas. La boca del tritón se cernió sobre la cara del hombre cubriendo su boca y su nariz. Conn tuvo que golpearlo en el esófago para obligarlo a inhalar, y cuando lo hizo, Benjamín comprendió que el poeta estaba pasándole parte del oxígeno que sus agallas extraían del agua.
Goode no pudo ver por dónde iban, sólo sentía que se movían muy de prisa. Las contorsiones natatorias del cuerpo del hombre sirena eran bruscas y elegantes.
Entonces, demasiado precipitadamente como para preverlo, Connelly dio un giro de noventa grados, y se sumergió con el humano aferrado a sus manos y su boca; volvió a dar una serie de giros, y emprendió una carrera hacia la superficie hasta emerger con un salto colosal.
Rupert sintió cómo ambos caían sobre una superficie firme pero suave. Aún así el golpe en la espalda cimbreó todo su cuerpo.
De pronto estaba tendido boca arriba entre unos pastizales muy altos. El sol de la mañana le daba en la cara, el cuerpo le dolía y sentía algo agitarse a su lado.
Giró y vio a Conn tratando de volver al agua, arrastrándose con sus poderosos brazos. Benjamín saltó sobre él y lo obligó a enfrentarlo.
El tritón estaba fuera de su elemento, y si bien era mucho más fuerte que el humano, no podía hacer gran cosa para defenderse en la posición en que había quedado.
—¿Por qué hiciste eso? —gritó Rupert con desesperación.
Connelly negaba con su cabeza en forma impotente. Sus ojos imploraban algo que el humano no comprendía. Miró el pecho del poeta y vio que había perdido la tabla de comunicaciones.
—¡Mierda! —volvió a gritar el humano.
Se tendió al lado del hombre sirena, en el denso y alto pastizal que crecía a orillas del Quebrado. Conn también dejó de agitarse y comenzó a utilizar sus pulmones.
Benjamín sacó el paquete empapado de cigarrillos, lo miró como si fuera un objeto caído desde otro planeta, y lo arrojó lejos. Luego probó el pad, pero no funcionaba. Suspiró frustrado.
La ropa le pesaba y se le pegaba al cuerpo; además lo estaba enfriando, haciéndolo tiritar.
Se quedó mirando hacia arriba. La bruma del río se extendía como un techo sobre sus cabezas. Algo intangible pero real que se arrastraba sobre ellos, recortando las puntas más altas de los juncos y las espadañas.
El tritón también tenía la vista clavada en ese río gaseoso.
—¿Por qué hiciste eso? —gimió Benjamín.
Con gran esfuerzo, Connelly dio la vuelta sobre sí mismo; luego, como un demente, comenzó a arrancar el pasto que tenía a su alrededor, cortándose y rasguñándose en el proceso. Cada vez que Goode intentaba detenerlo, él lo alejaba de un manotazo. Por fin, escribió con la punta de sus dedos sobre el barrizal que había limpiado: PORQUE TE NECESITO.
Benjamín se arrodilló y se quedó viendo la declaración, temblando de frío.
¿Cómo lo necesitaba?: ¿Como un amigo? ¿O, acaso, como él lo necesitaba?
Se mesó los cabellos con desesperación e impotencia. Se sentía exhausto, incapaz de desentrañar aquello.
La niebla sobre sus cabezas se convulsionaba a medida que los rayos del sol la calentaban y deshacían.
Benjamin Rupert Goode se puso de pronto de pie, resuelto como nunca antes en su vida.
Aquí no había crueldad, sólo dolor, pensó.
Tomó a Conn por los brazos y lo arrastró hasta la orilla. Era fácil ver cómo se había hecho las innumerables cicatrices que poseía, mientras las nuevas se formaban. Pero el hombre-sirena se dejó arrastrar dócilmente.
El anfibio pesaba más que él, y Benjamín luchó con todas sus fuerzas por regresarlo al agua. Cuando por fin lo logró, y el joven poeta nadó con una gratitud y una habilidad que dejaron pasmado al humano, éste comenzó a desvestirse.
Conn se quedó muy quieto cerca de la orilla, entre las cañas, viendo aquel proceso como si fuese algún tipo de espectáculo sagrado.
Una vez que se hubo desnudado, Rupert saltó al agua y nadó hasta donde estaba el tritón.
—Tú me enseñas tu mundo y yo el mío —dijo el hombre cuando estuvo a su lado.
Connelly asintió exageradamente y se dispuso a tomar a Benjamín en sus brazos para sumergirse con él otra vez, cuando el humano lo detuvo:
—¡No! —aclaró con tono firme— Tú me muestras tu mundo —dijo apoyando uno de sus dedos en la cabeza del poeta— y yo te muestro el mío —agregó colocando la mano palmeada del hombre-sirena sobre el sitio de su corazón.
Conn se sacudió, asombrado. Sus ojos brillaron con una luz salvaje y dulce al mismo tiempo. Su sonrisa de agujas se amplió más y más. Se llevó una muñeca hasta la boca y mordió su propia carne. Un líquido azulado brotó, moroso y frío. Luego, acercó la cara interna de su muñeca a la boca de Ben, quien retrocedió un poco antes de comprender. Entonces dejó que el tritón le tomara la muñeca izquierda. Cuando los finos dientes de Connelly se clavaron en ella, fue más ardor que dolor. Pero, cuando sintió la succión, fue algo definitivamente erótico.
En un arranque de coraje, Ben tomó la mano que el poeta le tendía y comenzó a sorber el líquido azul, frío y salado. Era como un elixir. Y, cuanto más bebía la sangre del anfibio, más sorbía éste su sangre roja y caliente.
El tiempo pareció distenderse, escaparse, estirarse y llevárselo con él; hasta que sintió la sacudida, la mano que le era devuelta cicatrizándose rápidamente. Conn tuvo que luchar para que el humano soltase su muñeca, así de adicto se había vuelto a su plasma, y luego lamió su propia herida para cerrarla. Entonces se acercó a Benjamín y esperó.
Ambos se miraban en silencio, flotando en el medio del Quebrado, quietos, aguardando que el otro diera el primer paso.
Recién en ese momento, Connelly pareció percatarse de que Rupert había aceptado aquel extraño ritual sin comprenderlo. Lo justo era que fuese él quien continuara con esa prueba de confianza mutua. Y así lo hizo.
Anhelaba tanto saber qué escondía el corazón de ese humano cuya esencia aún paladeaba, que dejó que Ben entrase en su mente como nadie antes lo había hecho. Ni siquiera él mismo.
Tomó el rostro del hombre entre sus enormes manos palmeadas, lo miró a los ojos, y en un susurro de papel de lija y ansiedad, exclamó:
—Ven conmigo, Rupert.

* * *

De pronto, el mundo se curvó a su alrededor. El agua del Quebrado, el cielo rayado de sol, el pastizal de la orilla, la boca de la Bahía Roja y los jirones deshilachados de la neblina; todo se proyectaba en el interior de una esfera traslúcida. Y, detrás del cristal de esa esfera que era la realidad, Benjamín podía ver el gigantesco rostro de Connelly mirándolo fijamente; su enorme mano izquierda sosteniéndolo a él y al mundo contenidos en ese globo.
Pronto, la esfera se opacó hasta convertirse en un entretejido de paneles de concreto agrietado y vigas de madera vieja. Una enorme pero claustrofóbica jaula, tan grande como un templo antiguo.
Goode se hallaba sólo en medio de aquel recinto clausurado. Dio unos pasos intentando entender aquel sitio, medirlo, interpretarlo.
Gigantescos cuadrados de concreto en bajorrelieve componían la esfera, como un panal aberrante. Las vigas, cuarteadas y blancas, se astillaban al contacto con sus manos. Era como si un esfuerzo, arcaico e inconsciente, tratara de mantener una estructura destinada a disolverse.
Luego de dar vueltas por el recinto, Benjamín eligió un panel al azar y empujó. Pero el concreto, avejentado y todo, era impenetrable e inamovible.
“No así la madera”, pensó el humano, y arremetió contra ella.
Una de las vigas que formaban los barrotes cuadriculados de esa jaula, comenzó a ceder bajo la mano del hombre. Los trozos se deshacían tan fácilmente, que pronto toda una sección perdió su integridad, causando que varios bloques de cemento se precipitaran.
Benjamín logró alejarse del derrumbe, y cuando el polvo se asentó, divisó una brillante luminosidad que procedía del exterior.
Avanzó por entre los escombros y emergió a un sitio familiar —aunque nunca hubiese estado allí antes—. Un océano manso de aguas celestes se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Las olas apenas si chapoteaban contra una vieja estructura de cemento, una vereda semicircular al ras del agua. Inclinándose poco a poco, a medida que se alejaba, había un camino que salía de ella hasta hundirse gentilmente en el agua.
Alguna vez la vereda había tenido altas barandas de hierro, pero ahora sólo quedaban unas pocas varas oxidadas pintadas de amarillo y negro, nada más.
El sol era intenso; la paz, inquietante. El agua brillaba de tal modo con la luz del mediodía, que hería la vista. Sólo el chapoteo de esas olas pequeñas turbaba el silencio.
Benjamín se descolgó del boquete que había abierto en la esfera y saltó hasta la estrecha vereda. Entonces se formó una figura en el sitio donde nacía el camino. Era una niña, una chiquilla de no más de diez años de edad. Estaba descalza. Vestía una remera blanca, shorts con flores rosadas y tenía el pelo, largo y suelto, de un color que le recordó al humano el de sus propios ojos: carey claro. Bajo su brazo derecho sostenía una perla del tamaño de una pelota de vóley. Miraba fijamente el camino. O quizás el horizonte.
Ben se acercó a ella, hablándole suavemente para no asustarla:
—¡Hola! ¡Niña! ¿Qué tal? Me llamo Benjamín ¿Dónde estamos, quieres decirme?
Ella giró la cabeza, lo miró unos instantes en silencio y volvió a fijar su vista en la distancia.
El muchacho se aproximó un poco más a la chiquilla, observó el vacío horizonte y la terrible soledad de aquel lugar sin límites, y se sentó en el suelo. Se dio cuenta de que estaba vestido para la ocasión, como si encajara en ese sitio: chomba blanca y bermudas celestes. Mientras sentía cómo la sucesión de olas y su sonido lo adormilaban, tuvo una idea, y habló de nuevo:
—¡Hola! Me llamo Rupert, ¿y tú?
Después de todo, se suponía que estaba en un sitio nacido de la mente de Connelly.
La niña se dio la vuelta, se sentó en el suelo frente a él, mirándolo con interés. Una sonrisa cálida y aniñada se formó en ese rostro que, hasta hacía unos segundos, había sido una máscara inexpresiva. Luego, haciendo rodar la perla-pelota hacia él, respondió:
—¡Yo también! Qué casualidad, ¿no?
Benjamín recogió la perla perfecta y la contempló asombrado. Su propio rostro se reflejaba en ella como en un espejo deformante y esmerilado. Volvió a ponerla en el piso, la hizo rodar hacia la niña, y prosiguió con la extraña conversación:
—Entonces, ¿te llamas “Rupert”?
Ella asintió con la cabeza con mucho énfasis. El cabello carey bailaba alrededor de su simpática carita.
Por un momento, Ben quedó fascinado por ese cabello del mismo exacto color que sus propios iris, y entonces comprendió. Una carcajada explotó desde su garganta. La risa no paraba. ¡Aquello era demasiado literal!
—¿“La niña de mis ojos”? —preguntó a nadie en particular. Pero la chiquilla sonrió y volvió a asentir, muda. Entonces, Benjamín calló de pronto, asustado.
La pelota rodó hasta él de nuevo.
—“Guárdame como a la niña de tus ojos” —recitó él, con reverencia.
La niña ya no hablaba, sólo gesticulaba.
El muchacho volvió a mirar el mar que lo rodeaba… Tanta libertad abrumaba.
—Esperas que yo te nombre, ¿no es así? —agregó él en un susurro—. Porque, en realidad no tienes nombre, no hasta que yo te lo dé —la miró a los ojos azules y, más allá de éstos, al ser que se escondías tras ellos—. Quieres saber qué atesora mi corazón.
La rubiecita volvió a asentir en silencio.
Benjamín se puso de pie, con la pelota-perla bajo un brazo y le tendió la otra mano a la niña. Ella se levantó y, sin soltarle la mano, lo guió por el pasillo que se internaba en el océano infinito.
A medida que caminaban, el agua los cubría más. Primero sus pies, luego sus tobillos, sus rodillas, su cintura… entonces Ben la levantó en brazos para que el agua no la tapara. Con el movimiento, la perla cayó al mar y se hundió.
La niña había ladeado la cabeza, como esperando algo.
Con la chiquilla en sus brazos, Benjamín tomó aire y, temblando en el agua helada, dijo en voz fuerte y con un cierto alivio:
—“Connelly”, así te llamas.
La niña sonrió con dientes de aguja de coral, y saltó de sus brazos mientras desplegaba detrás de sí una enorme aleta caudal, roja como la sangre humana, para hundirse en el océano, tras la perla.
Rupert permaneció un tiempo así, conmocionado y atónito. Aquello no era un sueño, pero tampoco podía ser la realidad. ¿Qué poder tenía en realidad el poeta?
Comenzó a desandar el camino y regresó a la vereda semicircular. Se sentó nuevamente en ella, mirando el mismo punto indefinido que la niña había estado mirando, y se quedó de ese modo, en silencio y sin pensar, por lo que le parecieron varias horas.
El sol del mediodía jamás avanzaba allí. O si lo hacía era terriblemente lento. El tiempo parecía no tener sentido, las olas lo evaporaban en una monotonía carente de medición posible.
¿Así se sentía Conn? ¿O así se sentía él mismo? ¿Era ésta la libertad sin identidad?
Conocía cuál era el mecanismo para volver de un “Mundo Rickman-Blenders”, tal como lo llamaban los científicos que lo habían estudiado. Únicamente debía llamarlo, pedírselo, y el poeta lo sacaría de allí. Pero aún no estaba listo para eso.
Dejó pasar un tiempo más, un tiempo de tranquilidad infinita, y luego emprendió el retorno a la esfera. Una vez en el interior de la jaula de madera vieja y concreto, se dirigió al otro extremo y volvió a debilitar un cruce de vigas. Esta vez fue más cuidadoso y el derrumbe menos espectacular. Apenas cruzó en umbral, lo recibió otro paisaje de ensueño o de pesadilla.
Ahora estaba sobre las copas planas y tupidas de un grupo de árboles. Eran unas plantas delgadas y altas, posiblemente de más de treinta metros de altura. Todas sus finas y nerviosas ramas terminaban en el mismo nivel, muy juntas entre sí, y uniendo un ejemplar con otro hasta formar una sola copa delgada y horizontal, un techo continuo y sin huecos, o mejor dicho, un camino sobre el que él se hallaba.
A pocos metros de distancia, el último árbol fijaba el final del exiguo sendero. Abajo, a medida que se asomaba por los bordes, Benjamín sólo alcanzaba a ver una bruma espesa y movediza, gris y opaca, que no permitía adivinar qué cosa había en el suelo o si es que había uno.
El cielo atardecido era de una tonalidad que iba desde el malva al morado, y estaba cruzado por nubes como cintas color caramelo.
Miles de pájaros negros pasaban volando bajo él, por entre las ramas, en un constante chillido y canturreo y batir de alas que armaban gran alboroto.
Al revés que en el otro paisaje, éste poseía un límite. Pero, al igual que en el anterior, el infinito seguía presente. Si allá, en el mar, se había sentido preso por tal infinitud, aquí se sentía libre en mitad de la finitud.
Una mujer joven, envuelta en una túnica azafranada y con el rubio pelo recogido, se hallaba de pie en el borde del camino hecho por las copas de los árboles. Tenía una niña en brazos, tal vez de tres años de edad. Otra nena estaba arrodillada a sus pies, con las manos en el piso; tendría unos ocho, calculó Benjamín. Las tres miraban el horizonte, un horizonte tan inalcanzable como el oceánico.
Goode se acercó a la madre y repitió su presentación:
—Buenas tardes, señora, me llamo… Rupert. ¿Podría decirme dónde nos encontramos, por favor?
Se miró a sí mismo mientras avanzaba, una túnica morada lo cubría hasta los pies. Se retiró la capucha cuando llegó junto a la dama.
Ella le sonrió, había algo familiar en la mujer:
—¿Cómo? ¿Ya no te acuerdas de mí? —le dijo ella— ¡Si tú me pusiste un nombre, allá en el mar, hace tantos años!
¡La niña!
La mujer le tendió la chiquilla que llevaba en los brazos y Benjamín la tomó en los suyos. Era… extraña, algo parecida a Ada Blenders, si debía reconocerlo, pero con una mirada diferente, más dura, más sufrida.
La otra nena se aferró a su túnica y él le acarició la cabeza con su mano libre. Tenía algo de los rasgos de Eleazar Rickman en ella, pero los ojos eran tan plateados como los de Serenidad, la célebre poesía del autor.
—¿Has visto? —dijo la madre orgullosa— Por fin recuperé la perla. ¡Y más de una!
Entonces se dirigió resuelta hacia el borde del camino.
—¡Espera! ¿Qué haces? —gritó Benjamín. Y tras dudar, agregó— ¿Qué hago?
Ella se dio la vuelta y lo miró sonriente. Los dientes de coral brillaban rojos en el sol de la tarde.
—Ya tengo un nombre, y ellas no lo necesitan. Sólo debes… No lo sé… ¿Encontrarme?
Y se arrojó al precipicio.
Benjamín, conmocionado, corrió con las niñas hasta el borde.
La mujer no se veía entre las ramas inferiores, y la bruma espesa ocultaba su cuerpo si es que se había estrellado.
El muchacho pensó en las chiquillas y se alejó del borde. No quería que se asustaran o sufrieran, pero ellas estaban demasiado tranquilas.
La más pequeña gritó entonces:
—¡Mamá! —y su manito señaló un gran pájaro negro que se había elevado desde las ramas inferiores.
Enseguida las dos intentaron correr hasta el borde del camino de árboles.
—¡No, no, no! —gritaba Ben con desesperación, tratando de retenerlas. Pero la fuerza de las criaturas era inhumana y lo estaban arrastrando a él.
Asustado, las soltó, y las dos chicas se pararon en el borde del precipicio tal como lo había hecho su madre antes. Para su asombro, la pequeña salió volando, flotando como si no hubiera gravedad. La mayor se dio la vuelta y le dijo a Benjamín:
—¡Papi!, ¿qué no te das cuenta de que es mamá? Ahora nos toca a nosotras buscarla a ella. Tú todavía debes hacer más camino.
Y entonces se elevó igual que su hermana.
—¡Vamos! —le gritó desde el aire— No tengas miedo, síguenos. No te quedes atrás.
Rupert se aceró al borde y, tentativamente, dio un paso. Un temblor sacudió el suelo de hojas y, por entre la bruma, surgió un nuevo árbol que se elevó despacio hasta que su copa se engarzó con las otras, continuando el camino unos metros más.
El hombre empezó a avanzar entonces más resueltamente, siguiendo al pájaro negro y las dos niñas en su vuelo.
Cada vez que llegaba a un límite, daba un paso hacia el vacío sin dudarlo, y un nuevo árbol surgía, extendiendo el camino para él.
Hasta que llegó a un barranco.
Entonces el pájaro cobró más altura y luego se arrojó en picada, con las niñas detrás. Tal era la velocidad de los tres seres, que se convirtieron en bolas de fuego, en estrellas fugaces que se hundían en el abismo del barranco.
Benjamín se arrodilló en el borde y miró. Y lo que vio lo dejó sin aliento. Allí abajo se abría el universo.
Una estrella rojiza teñía el espacio con su luz cobrizo-terracota, y un cúmulo de asteroides danzaban justo frente a la línea de visión de Ben: desde guijarros hasta montañas, flotando en una danza lenta y majestuosa.
De pronto las tres mujeres, como pequeñas estrellas fulgurantes, se apagaron y se fundieron con esa cohorte de rocas, perdiéndose en el laberinto de su órbita.
Goode se sintió pesado, torpe, y volvió la vista sobre sí mismo. Un traje espacial lo envolvía como un guante presurizado. El casco, enorme y con un visor ahumado, le permitía ver la gigante roja sin quedarse ciego.
Sin pensarlo dos veces, se arrojó al vacío.
Sin embargo, no salió flotando tal como esperaba, sino que cayó sobre la cubierta de una plataforma, como atraído por una fuerza magnética.
La nave era enorme, y estaba acompañada por otras más pequeñas, las cuales iban y venían portando material entre las rocas y la plataforma.
“Mineros”, pensó él, “aquí descender es ascender, y ascender es descender… Mineros, tesoros…”
La katábasis, se dijo, el descenso. Y recordó a Hylas, y su caída en el estanque: medio arrastrado por las ninfas, medio arrojándose por propia voluntad.
Y rememoró su viaje por el foso de la torre, su rapto en manos de Connelly, el beso de su oxígeno que lo mantuvo vivo bajo el agua, el regalo de su sangre…
—El descenso es el ascenso —murmuró. Y su voz sonó distorsionada y muy cercana en el interior del casco.
El universo se extendía maravilloso, a su alcance. Aquí no había límites pero tampoco imposibilidades. Para esto había venido, en realidad. No para conocer a Connelly, ni siquiera para entender qué sentía por él, sino para encontrar la forma de liberarlo. Y era obvio, viendo este infinito interior, que la única forma que Conn tendría jamás de ser libre era entrando en sí mismo.
Él era el universo y el cinturón de asteroides y cada piedra que flotaba en él. Y era más que la suma de todo eso.
De pronto se dio cuenta, por primera vez, que el sitio en donde estaba era una externación del poeta: él mismo afuera de sí.
Sonrió y sintió su propio aliento cálido rebotar contra el cristal del casco y volver a su cara. Estaba lleno de esperanzas.
—¡Conn, amigo, ya es hora! —y el grito resonó opaco en sus oídos, mientras el traje presurizado lo dotaba de coloraturas íntimas.
Estaba en el medio de la más absoluta extensión interminable, dentro de un traje tibio como un útero. Y cuando las manos palmeadas y húmedas surgieron desde el agujero en medio de la nada, y tomaron las suyas, Benjamín sintió que estaba naciendo de nuevo.

* * *

—¡Es la idea más descabellada que he escuchado jamás!
A pesar de gritar, la voz aterciopelada de Eleazar seguía siendo tan seductora como siempre.
—Al menos, déjelo que se la explique.
Rickman miró al periodista notándolo por primera vez. Su expresión decía: “¿Qué hace usted aquí?”
Y “usted” era poco menos que un insecto.
—Señor Goode, esto es entre mi hijo, su madre y yo. No creo que usted tenga nada que ver en este asunto; salvo que busque algún tipo de retorcida primicia.
Benjamín enrojeció de vergüenza y de ira al mismo tiempo; pero no tuvo necesidad de explicarse cuando la libreta de Connelly destelló en letras rojas:
Él tiene TODO que ver, padre.
Ada miró al humano con curiosidad. Hacía tiempo que lo había reconocido. Era el muchacho de las escaleras del Teatro de la Ópera.
¿Aquello había sido una coincidencia o un juicio intuitivo? No lo sabía. Pero, lo que a Ada le resultaba obvio, era aquello a lo que Eleazar estaba ciego: que su hijo tenía una poderosa amistad con aquel hombre y que era correspondido en ese amor.
—Y, ¿quién te sacará de allí? —insistió el maestro Rickman, mientras ignoraba la respuesta de su hijo y al hombre que tenía parado a su lado— Cuando alguien cae en tu hechizo eres tú quien lo extrae de él. No hay indicios de que nadie pueda salir por su propia cuenta, sin tu ayuda —de pronto la voz se había vuelto pausada, persuasiva, dulcemente lógica—. Si tú eres quién está dentro, ¿cómo saldrás?
El rumor de los pinos mecidos por el viento tapaba los agitados cuchicheos de las creaciones de Connelly, escondidas entre la vegetación. Sus decenas de ojos estaban fijos en su creador, el cachorro de su sangre, el Baco de sus orgías de vino de poesía. ¿A dónde se iría? ¿Los dejaría solos? ¿Cómo sobreviviría sin ellos? El humano, el favorito de su creador, ¿acaso él lo mantendría con vida al igual que lo hacían ellos?
La respuesta del joven hombre-sirena destelló en la pantalla, bajo la luz de la luna:
Esa cuestión sólo puedo resolverla yo, padre. Pero aún si no consiguiera salir, eso sería preferible a no vivir.
—¿“No vivir”?
Era la primera vez que Ada hablaba en toda la noche y su voz sonó dolida. No era que se sintiera despreciada o herida por las palabras de su hijo. Al contrario. Era más bien un reconocimiento doloroso de lo que ella había sentido alguna vez. Hubiera deseado que él no tuviese que pasar por aquello pero, al parecer, todos los hacían. Incluso, viendo el rostro del joven periodista, comprendió que tal vez los humanos también.
Conn no la entendió.
Su tecleo dejó de ser sereno:
Ustedes seconocen a travésdesus obras. Papá lo hace con Serenidad u u Oscuridad, inclusocon Sombra. Tú has hecho a Espectros de vientos oa Cantar de una langosta, y ellos temuestran quién eres. YO les muestro quiéneson,, hasta cierto punto —se detuvo, respiró hondo, y prosiguió con más calma—. Pero mis obras no son mis espejos, son mi alimento… ¿Cómo conocerme si estoy separado de mi propio mundo interior por mi ego? —la mano palmeada del tritón se extendió hacia la del humano, y Benjamín la tomó. Había algo allí muy profundo, notó Ada, algo que iba más allá del hecho de ser amigos y del de ser amantes— Rupert irá conmigo —prosiguió el lento y esmerado tecleo con su mano libre—. tanto si salgo como si no lo hago, él estará a mi lado. Pero necesito que ustedes nos preparen, que nos ayuden a lograrlo.
Antes de que Eleazar pudiera comenzar a exponer sus argumentos, la voz de Ada cortó el aire:
—Tú dinos cómo quieres que lo hagamos, hijo, y así lo haremos.
Luego de aquellas palabras, lo único que se oyó fue el murmullo de las agujas de los pinos y el borboteo del agua en la fuente.

* * *

La esfera de gestación era enorme, capaz de contener a una persona adulta. Estaba llena de agua y descansaba sobre un trípode que se había ensamblado en el sitio donde antes estaba una de las camillas de acero del laboratorio.
Benjamín Rupert Goode, vestido con su traje de lana de cuadros marrones, estaba muy quieto, reclinado contra una de las paredes azulejadas. Tenía tanta tensión y nerviosismo contenidos, que parecía hallarse en total calma. Sus ojos estaban fijos en el huevo transparente dentro del cual se enrollaba sobre sí mismo su amigo y compañero.
La aleta caudal estaba contraída, sus hermosos colores apagados bajo la brillante luz. Se había cortado el cabello a la altura de los hombros, y ahora los azulados mechones desparejos flotaban como un halo alrededor de su cabeza. Distancia estaba pasando su mano por la superficie del huevo mientras Conn le respondía el gesto desde dentro. El elfo parecía muerto en su palidez, bajo la impiadosa luz del laboratorio. Él también había nacido alguna vez en ese sitio y a partir del ser que estaba dentro de la esfera.
Al principio, Benjamín había sentido un cariño débil por las creaciones de Connelly. Cariño que a veces se convertía en celos salvajes, y otras en admiración o piedad. Pero, con el tiempo, había logrado comprender que eran un aspecto del propio hombre-sirena, una parte encarnada de él mismo, y eso había logrado que los amase casi tanto como lo hacía su creador.
Distancia había sido el último en alimentarlo. Aún había rastros de sangre en las cuatro válvulas de su pecho. Con agilidad felina saltó por encima de los aparatos que rodeaban el huevo y aterrizo en los brazos de Goode, escondiendo su cabeza bajo un brazo de éste.
El hombre acarició la cabellera escarlata y trató de calmar el llanto silencioso de la criatura. Entonces el elfo se pasó la mano por el pecho, recogió parte de su sangre verde azulada, y pintó con ella los labios del humano. Luego, con sólo tres grandes saltos, salió del laboratorio.
Rupert entendía ese gesto. Desde hacía un tiempo él era capaz de alimentar a Conn gracias a la mezcla de sangres que habían efectuado, y al arte de Eleazar. Ahora, de ser necesario, él podría mantener con vida a su compañero cuando estuviesen donde fuera que iban a dirigirse.
Eleazar terminó de ajustar los controles y afinar los cálculos. También dispuso las máquinas para que trabajasen solas, puesto que ni él ni su esposa podían estar presentes en el laboratorio, o se verían arrastrados al otro mundo.
Ada le dio un beso largo al cristal que contenía a su bebé sirena adulto, a su hijito amado, y Connelly le sonrió con una amplitud y un gozo casi inocentes. Casi carentes de miedo o pena.
El maestro Rickman pasó su brazo por el hombro de Ada y ambos se quedaron viendo a su hijo. Ya había pasado el momento de las objeciones o de las dudas, ahora no había más nada que decir.
Los tres sabían que se amaban mutuamente, de modo que, en silencio, los padres se despidieron de ese hijo que iba a nacer, a crecer, por segunda vez.
Cuando el laboratorio se quedó vacío, se oyó el profundo y fuerte suspiro de Benjamín. Lentamente éste se acercó a la esfera y apoyó ambos brazos y manos en ella, como conteniéndola.
Temblaba.
—Y bien, ¿qué palabras has elegido para transportarnos a tu mundo? —dijo con una media sonrisa tensa— Tú y yo sabemos bien lo que sentimos el uno por el otro. No me vengas con cursilerías, ¿sí?
La risa de Connelly, aún bajo el agua, provocó una resonancia en el tejido espaciotemporal del laboratorio. Una de la que, por primera vez, y gracias a la modificada esfera de gestación, el propio Connelly fue consciente.
El tritón tembló ante esta sensación. No creía que pudiese ser tan fuerte. Sus ojos asustados se aferraron a la mirada de Rupert, y ésta volvió a él cargada de confianza, seguridad y amor.
Connelly abrió la boca tentativamente varias veces… A veces ensayaba un “te amo” que hacía sonreír de orgullo a Benjamín. Otras, era “Rupert” lo que esbozaban sus labios, y el joven hombre sentía vibrar todo su cuerpo de emoción. Por fin, cerró los ojos, inspiró por sus agallas con fuerza, y cuando miró de nuevo a su amigo, dijo suavemente entre burbujas de aire:
—Gracias.
Y ambos desaparecieron en el interior de una esfera autocontenida.


Este cuento fue publicado por primera vez en Axxón # 257, con magníficas ilustraciones de Daniel Vazquez y Paula Andrade.  

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